Artículo de Investigación

Benito Pérez Galdós (1843-1920) y la salud de su tiempo

Benito Pérez Galdós (1843-1920) and the health of his time

An Real Acad Farm Año 2021. Volumen 87 Número 3. pp. 247-254 | DOI: 10.53519/analesranf.2021.87.03.03

Secciones: Historia de la farmacia Otros

Recibido: Mayo 30, 2021

Aceptado: Septiembre 13, 2021

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Francisco Javier Puerto Sarmiento. Benito Pérez Galdós (1843-1920) y la salud de su tiempo.  ANALES RANF [Internet]. Real Academia Nacional de Farmacia; An. Real Acad. Farm. · Año 2021 · volumen 87 · numero 03:247-254.


Francisco Javier Puerto Sarmiento. Benito Pérez Galdós (1843-1920) and the health of his time  ANALES RANF [Internet]. Real Academia Nacional de Farmacia; An. Real Acad. Farm. · Año 2021 · volumen 87 · numero 03:247-254.

RESUMEN:
Hago un leve recorrido por las obras del autor, relacionadas con la farmacia, la medicina y las epidemias, en conmemoración del centenario de su muerte celebrado el año pasado de 2020, durante el desarrollo del COVID en España.

Palabras Clave: Historia, Literatura, Ciencia, Salud, Benito Pérez Galdós

ABSTRACT:
I undertake a brief review of the author’s works, related to pharmacy, medicine and epidemics, in commemoration of the centenary of his death celebrated last year 2020, in the course of the COVID pandemic.

Keywords: History, Literature, Science, Health, Benito Pérez Galdós


1. INTRODUCCIÓN

El pasado año, durante la pandemia, se cumplió el centenario de la muerte de este gran escritor español. Dadas las circunstancias, los eventos programados en su honor no tuvieron la resonancia merecida y, desde luego, no se recordaron las múltiples referencias sanitarias y científicas efectuadas por este literato, de ideología liberal y, por tanto, muy amigo de la ciencia y de los científicos de su tiempo.

Si dejamos de lado la reciente aportación de Rubén Domínguez Quintana (1), los historiadores de la ciencia no hemos añadido nada nuevo al asunto, ni tampoco recordado o sistematizado lo existente. A cubrir ese hueco y dejar constancia del homenaje propio y, creo, de la Real Academia Nacional de Farmacia a este venerado escritor, dedicaré las líneas siguientes.

2. LA FARMACIA EN SU OBRA

Si Monsieur Homais, el boticario creado por Gustave Flaubert durante el año 1857 para su conocidísima novela Madame Bovary es, tal vez, el farmacéutico literario más conocido en el mundo, no le queda a la zaga nuestro autor con Maximiliano Rubín, el marido no querido de Fortunata.

En Fortunata y Jacinta, acaso su mejor novela, además de hacer un homenaje a la también literaria botica creada por el periodista, gastrónomo, médico y académico de la Española, José Castro Serrano (1829-1896), en su relato La serpiente enroscada, expone muchos de los recovecos profesionales durante la segunda mitad del siglo XIX y crea un personaje, el de Maximiliano, analizado casi siempre desde la vertiente patológica, cuyo atractivo puso de manifiesto doña Emilia Pardo Bazán y que, en otro lugar, consideré uno de los primeros hombres burgueses en el camino de su individualidad, como madame Bovary fue una de las primeras mujeres burguesas a la búsqueda de la suya, aunque el tal recorrido, en su época, diera con los huesos de Rubín en el manicomio de Leganés (2).

Entre los de carne y hueso se ocupó de Pedro Calvo Asensio (1821-1863) (3), el boticario, cuyo segundo centenario de su nacimiento conmemoramos este año, dedicado al periodismo farmacéutico y político, la literatura y, sobre todo, la política. En la pluma de Galdós, con palabra de secano, sin verdor ni lozanía, pero capaz de administrar a su país enérgicas drogas tónicas desde su farmacia, llamada La Iberia, el órgano del partido liberal-progresista, como lo hizo para la profesión desde El Restaurador Farmacéutico, también fundado por él y de una vida mucho más larga que la fugaz de su creador.

3. LA MEDICINA EN SU OBRA

El contenido de sus escritos relacionados con las ciencias médicas ha recibido constante atención desde muy antiguo (4). Como nos señala su mejor biógrafa, Yolanda Arencibia (5), uno de sus grandes amigos fue el médico pediatra, Manuel Tolosa Latour (1857-1919), también liberal de ideología, muy inquieto desde el punto de vista científico y una figura decisiva en la protección social de la infancia en nuestro país.

Para escribir sobre asuntos sanitarios se valió de bibliografía específica, hoy conservada en parte en su biblioteca. También habló con el famoso neurólogo Luis Simarro (1851-1921) y el psiquiatra José María Esquerdo (1842-1912), si bien el más influyente fue el citado Tolosa Latour a quien, en el círculo familiar, llamaban doctor Fausto o el doctorcillo. Él va a ser el inspirador del doctor Augusto Miquis, de La desheredada, y de varias de sus novelas posteriores, con una gran influencia en su vida personal y en la redacción de Misericordia. Como el de verdad y el autor, será un personaje socarrón y dotado de un excelente humor. Algunas de sus más íntimas ilusiones, como el hospital infantil de Chipiona, fue empleado por Galdós en La loca de la casa, con gran regocijo de ambos amigos.

Prologó una de sus obras, Niñerías (6), un conjunto de cuentos infantiles redactados por el médico.

4. LAS ENFERMEDADES

En España, durante el siglo XIX, se sufrieron cuatro epidemias de cólera durante los años 1833-35; 1853-56; 1865 y 1884-85. Además hubo algunos embates en 1851 y 1890. También hubo una de gripe. La tuberculosis fue enfermedad predominante junto a la sífilis, las fiebres tifoideas, la viruela y la difteria, como grandes amenazas para la vida infantil (7); Galdós se ocupó de algunas de ellas.

4.1 El cólera

Por su fecha de nacimiento, Galdós pudo tener noticias personales de todos los embates coléricos, excepto del primero, si bien en 1855 tenía doce años, vivía en las Palmas de Gran Canaria y ningún lugar de las islas sufrió la epidemia, no así la de 1865 y la de veinte años después, durante las cuales se encontraba en Madrid.

Pese a su desconocimiento directo, en Un faccioso más y algunos frailes menos (8), se ocupó del desarrollo de la primera en la capital. Narró la matanza de frailes de 1834.

En la realidad histórica, el punto álgido de la epidemia en la corte se produjo entre los días 15 y 16 de julio de 1834. El 17 del mismo mes, más de ochenta religiosos, jesuitas, franciscanos, dominicos y mercedarios, fueron asesinados por “incontrolados”. El origen del suceso fue el rumor de que los jesuitas envenenaban las fuentes. Los hechos sucedieron sin la intervención de las fuerzas del orden ni del Ejército y, pese a la posterior condena oficial, jamás se identificaron, detuvieron, ni procesaron a los responsables de tan sangrientos acontecimientos.

En Europa se produjeron situaciones parecidas. Allí, la ira popular se cebó, esencialmente, en los médicos. Antes, durante las epidemias de peste negra, siempre se buscó una cabeza de turco. En ocasiones fueron extranjeros, a quienes se les acusó también de envenenadores y se les asesinó cruelmente y, en muchas naciones y ciudades, el papel de chivo expiatorio lo desempeñaron los judíos, inmolados en pogromos a lo largo y ancho de Europa, con la disculpa de la invasión pestífera (9).

En España, en esta primera epidemia, el motivo de la matanza puede buscarse en la situación política.

Tras la muerte de Fernando VII, su viuda, Regente ante la minoridad de Isabel II, trató de continuar con la política de su difunto esposo. El panorama político se lo impidió y se formó un nuevo gobierno en el cual, el Presidente, Francisco Martínez de la Rosa, publicó el Estatuto Real, que no gustó a nadie, si bien hubo de apoyarse en los liberales –moderados y progresistas- frente a las aspiraciones sucesorias de don Carlos, hermano del fallecido monarca, amparado en los tradicionalistas, entre los cuales se encontraban numerosos clérigos, partidarios del antiguo régimen, apoyados en la censura eclesiástica efectuada del liberalismo y temerosos del comportamiento del mismo durante el Trienio. La actuación del general Zumarracálegui, al frente de las tropas carlistas, en el Norte, no ayudó a tranquilizar la situación.

En los días previos a la matanza, la prensa liberal estableció un amplio paralelismo entre los clérigos y los carlistas. Incluso se publicaron diversos decretos para sancionar las actitudes de aquellos eclesiásticos u órdenes religiosas cercanas a los insurgentes. Ese ruido de fondo hizo atribuir a varios escritores la matanza a organizaciones secretas o masónicas de liberales y no a un movimiento incontrolado de individuos airados si bien, aunque posible, la afirmación resulta indemostrable (10).

En la literatura, Galdós recuerda la creencia arrastrada desde antiguo en las clases populares y en muchas de las demás, sobre el origen de los azotes epidémicos en la cólera divina. Cuenta la creencia en algunas personas del valor salutífero de un polvillo sacado de la cueva en donde hizo oración San Ignacio; se hace eco de una reunión semi-secreta celebrada en la plaza de San Javier, en la cual se pensó en dar un susto a los miembros de la compañía de Jesús. Más adelante, durante el paseo de uno de sus protagonistas por la calle de Toledo y la plaza de la Cebada, narra el asesinato a golpes de un chiquillo, por echar tierra en las cubas de los aguadores, mientras otro consiguió huir y refugiarse en San Isidro –suceso inventado e inexistente, si bien sí se golpeó a uno en la puerta del Sol, acusándole de envenenador-, a consecuencia de lo cual una harpía, Maricadalso, enturbió el ánimo de las masas y, entre unos y otros, empezaron a acusar a los religiosos de envenenarles. De esa manera comenzaría la matanza en la ficción. En la misma da mucho protagonismo a la superstición popular, a las malas influencias femeninas y a la bestialidad masculina de una masa inculta y bárbara, en un relato, si no absolutamente fidedigno, sí ajustado a la realidad histórica y narrado con unos rasgos que para sí hubiera deseado José Gutiérrez Solana (1886-1945), pues los hechos sin más fueron de una barbarie sin límites y de un sadismo extremado.

Sobre la de 1865 escribió en el declinar de la misma, cuando ya no escuchamos con cierta inquietud mezclada de espanto, el continuo claveteo que en ciertas fábricas de cajas nos indicaban los últimos toques que la mano del carpintero daba a un féretro. Tras sugerir en el lector, con un simple párrafo, el clima de espanto y terror ante la muerte imperante en toda la población capitalina, nos vuelve a impresionar con una pincelada para señalar cuales han sido alguno de los métodos más habituales en la higiene pública. Felizmente las dosis de azufre y de fenianato de amoníaco producen paulatinamente una reacción en su aterido cuerpo [de la ciudad] para, a continuación, atacar las opiniones de los neocatólicos, según los cuales la epidemia volvía a deberse a un castigo divino, lo que considera incompatible con su condición de nación católica, cuando en Europa había muchas otras más merecedoras de esa sobrenatural sanción: No: el cólera no es un castigo de Dios. […] Antes de creer a Dios capaz de esta venganza, le creeríamos capaz de perdonar a los “neos”, en referencia a los neocatólicos o católicos muy conservadores de su momento histórico, quienes habían manifestado que el cólera se debía a una divina penalización, a consecuencia del reconocimiento de Italia, lo cual, Galdós, lo considera una impía blasfemia. Recuerda todas las procesiones, rogativas y manifestaciones religiosas celebradas para pedir la misericordia divina y, aunque se despega de las mismas, las respeta y manifiesta su admiración hacia el clero parroquial por su comportamiento durante el desarrollo de la enfermedad. Una situación repetida, una y otra vez, durante todas las epidemias en las cuales, aún los más anticlericales, quedaban admirados del desprecio a la muerte y el afán de servicio de la mayoría de los sacerdotes y de todas, sin excepción, las Hermanas de la Caridad, voluntariamente inmoladas sin ningún reparo en donde nadie se atrevía a ofrecer atención sanitaria. Menciona también a las sociedades de amigos de los pobres, creadas por los liberales para dar asistencia benéfica a los desheredados, tal vez con una intencionalidad política, pero con gran eficacia frente a la rigidez, burocratización, lentitud y ostentación de la caridad, efectuada por las oficiales juntas de Beneficencia y las asociaciones de damas, formadas ex novo en cada embate epidémico, como si los pobres sólo necesitasen ayuda en esos terribles momentos, cuando Madrid era una especie de agujero negro en donde –en palabras posteriores de Baroja y en el retrato del mismo Galdós en Misericordia– una parte de la capital se podía comparar con cualquiera de las europeas y los arrabales se asemejaban a la más miserable de las ciudades africanas (11).

De la de 1885 se ocupó con más brío, como en el caso anterior no en su condición de creador literario, sino en la de excelente periodista. Desde 1884 se hace eco de los descubrimientos de Koch y su intervención en Marsella y Tolón. Con alguna imprecisión científica menciona la opinión de que el “microbio” se propaga por las deyecciones de los coléricos, y de que la humedad favorece su desarrollo. Cuenta los desencuentros del sabio alemán con Pasteur, y el desasosiego implantado en su ánimo –y en el de la totalidad de los ciudadanos- ante esas disputas científicas celebradas en público, pues viene a deducirse que estamos donde mismo estábamos, y que lo mejor será pedir a Dios con toda nuestra alma que aparte de nosotros al tal “microbio”, porque si viene mientras se ensaya contra él este o el otro sistema, diezmará nuestras poblaciones. Palabras en donde manifiesta, con absoluta fuerza, el malestar por las disputas científicas celebradas desde los periódicos políticos en tiempos de epidemia, pues sólo contribuyen a enredar a los más inteligentes y a aumentar el pavor de los indoctos.

Su consuelo es que las invasiones coléricas habían sido cada vez menos enérgicas, lo cual era cierto, y las palabras de un erudito no citado según el cual el cólera es bueno, pues nos trae el incalculable beneficio de descargar a la humanidad de todos los individuos débiles y raquíticos y de los ancianos y valetudinarios. Frase repetida también a lo largo de las epidemias, una y otra vez; indicativa de cómo hasta los grandes hombres pueden hacerse eco de bobadas eugenésicas. Lo arregla concluyendo con la petición de rogar a Dios que no venga y dejemos a los médicos que discutan todo lo que quieran… [pues] no han conseguido aún arrancar la máscara con que cubre su faz el espantoso verdugo asiático (12).

Dedica también un artículo a José de Letamendi (1828-1897) catedrático de patología general de inmensa fama en su tiempo. Deja testimonio de su influencia sobre los jóvenes estudiantes, encantados con sus explicaciones, de su habilidad y amenidad en las charlas y su erudición en los ámbitos de artes, tan alejadas de su especialidad, como la poesía o la música y, en fin, de su amplia habilidad social. Letamendi, cuya impronta en su momento no se vio acompañada de ningún trabajo científico de trascendencia, hizo también sus pinitos en la naciente bacteriología o microbiología. Se puso del lado de Jaime Ferrán y Clúa (1851-1929) en el asunto de la vacuna anticolérica, pero en sus escritos demostró su absoluta incapacidad sobre el tema. Galdós difunde uno de sus artículos. Explica la existencia de microbios, como los ángeles, buenos y malos y la imposibilidad de matar a los malos de ninguna manera, en criterio de Letamendi, por lo cual consideraba inadecuada la desinfección. Luego de hacer deliciosas metáforas campestres, explica que parece resuelto ya por la ciencia que las bacterias no son animales, sino vegetales bien definidos, plantas elementales dotadas de movimiento y pertenecientes a la familia segunda del orden primero de las algas. Esta maravillosa y equivocada precisión del escritor, se debe a lo defendido por Ferrán y Letamendi, precisamente, uno de sus grandes errores a consecuencia del cual, entre otros asuntos, se puso en entredicho su vacuna. A continuación va describiendo con humor, amenidad y exactitud, los elementos químicos empleados por Letamendi contra los bacterios [sic], merced a los cuales los microbios no sufren nada […] Ni se altera su existencia ni aún disminuye su alegría… consecuencia de ello es su descreimiento en desinfecciones y fumigaciones. A su juicio sólo los hace desaparecer el fuego, la calcinación completa; de lo contrario huyen en el humo. Galdós, con su inmejorable humor, explica la imposibilidad de aplicar el método a las personas vivas y las numerosas opiniones contrarias aparecidas en la prensa. Él realiza algunas agudísimas observaciones: ¿Cómo se conoce que un microbio está muerto? […] no se ha determinado bien aún el concepto de vida en esos seres de misteriosa organización, indecisos entre los géneros animal y vegetal […] ¿Estáis seguros de ver la verdad en los microscopios? Considera muy extraño que dos personas distintas ante una misma preparación microscópica vean cosas diferentes o matices distintos porque lo infinitamente pequeño se defiende de las miradas humanas (13).

En definitiva, un periodista científico de lujo que va a seguir proporcionándonos ejemplos de su interés.

En noviembre de 1884 da cuenta de las alarmas ante la posible epidemia, luego de haber cesado los casos en Alicante y Barcelona, al haber aparecido en París. Regresa el terror, se trastocan los planes y paralizan los negocios y aparece esa calamidad médico-administrativa a que se da el nombre de “precauciones sanitarias”. Estas parecen invención de aquellos médicos inmortalizados por Molière y a los cuales tenía el gran poeta una malquerencia que no podía ni quería disimular. Los lazaretos marítimos y terrestres están ya instalados con sus vejámenes y atropellos…Hay un Concejo que llaman de Sanidad en el cual los contagionistas y los anticontagionistas dan una batalla cada día, tan sin fruto, que más valdría que se fueran a sus casas…por lo demás, nos hemos acostumbrado ya a mirar de cerca el mal, y hemos llegado a cometer la imprudencia de reírnos de él. Durante algún tiempo el tema de los microbios fue una mina muy socorrida de chistes y agudezas…en la ocasión en que se ha renovado el peligro; más no por eso ha dejado de reír el público (14).

Galdós proporciona una de las mejores descripciones breves de lo que fue y supuso la vacuna contra el cólera de Ferrán. Su viaje a Marsella y Tolón en donde se aprovisionó de materiales procedentes de los enfermos; de la atenuación de los mismos mediante cultivos sucesivos en matraces y de la inoculación, primero en conejos, luego en sí mismo, sus amigos y familiares. El entusiasmo con el que fue acogido su método en tierras valencianas, la expectación levantada a nivel mundial, las reticencias del gobierno conservador y la comisión oficial formada para determinar su validez . También expone la postura de los detractores de la vacunación en su época, pues si hubiera una para cada enfermedad epidémica temen convertir a su cuerpo en una especie de archivo epidemiológico, perder parte de su fuerza, o someterse a prácticas peligrosas; como en la actualidad pero más comprensible pues la microbiología y la vacunación estaban en mantillas. Por último, se hace eco de lo sucedido en Valencia en donde la Virgen del Puig se apareció supuestamente a unos carreteros y, de manera muy teatral, pues el incrédulo murió, les dio a conocer el valor sanativo del aceite de la lámpara de su santuario. El sacristán de ese centro religioso se hizo rico con la venta del producto hasta su desgraciado fallecimiento por la enfermedad reinante. El luctuoso acontecimiento mermó mucho el prestigio preventivo del aceite santificado. También de las medidas preventivas tomadas en la corte, en donde nunca hemos visto aquí un furor de limpieza semejante, ni un rigor más inflexible para hacer cumplir ciertas prescripciones municipales que atañen a la salud pública (16).

En su siguiente artículo da cuenta de los problemas habidos con la declaración de la epidemia en Madrid. De acuerdo con su compromiso liberal observa la cuestión desde su postura política, desarrollada con muchísimo ingenio y humor. Para él –y así fue en la realidad- el gobierno declaró la existencia del cólera y parte del vecindario y de los periódicos de la oposición, así como la totalidad de los comerciantes, se negaron a aceptarlo, incluso con motines y manifestaciones. Cuenta que también muchos de los casos coléricos de estos días se atribuyen a la inanición, por lo cual ha habido enfermos que han reaccionado fácilmente sólo con que les convidaran a almorzar. Para éstos las chuletas han sido de una eficacia probada, frase mediante la cual se notifica una situación frecuente entre la numerosísima población desheredada de la capital: el hambre; no esporádica sino habitual, tomada a chirigota por uno de los personajes más comprometidos con los intentos políticos de evitar la injusticia social… el problema era, sin embargo, la existencia real de cólera, minimizada en su letalidad gracias a la labor del jefe del laboratorio químico municipal, Fausto Garagarza (1830-1905), quien lejos de abundar en las disputas médicas sobre el origen y la transmisión de la enfermedad, pero convencido por las tesis de Koch, se dedicó a analizar constantemente el agua, para garantizar su pureza bacteriológica. También acudía con rapidez a donde se producía una invasión. Intentaba detectar el lugar en donde la red de agua potable se había contaminado con heces, procedentes de algún pozo negro o de filtraciones del mal sistema de alcantarillado, para remediarlo e intentar solucionar el tema mediante desinfecciones en profundidad con elementos clorados. Aunque eso lo sabemos hoy. Galdós, en su momento, sólo fue un magnífico cronista de los sucesos (17).

En su siguiente artículo narra los sucesos de la huelga general impuesta en Madrid por los comerciantes. Se finalizó por la noche con una manifestación, calificada de barullo por Galdós y de motín revolucionario por el gobierno conservador. Galdós minimiza el asunto y lo reduce a un problema de impenetrabilidad de los cuerpos por la gran cantidad de gente presente en la Puerta del Sol, si bien, el “incidente” se saldó con la salida de los soldados de los cuarteles y dos jovencísimos obreros fallecidos por impacto de bala, tras empezar ellos a disparar con revólveres sobre la Guardia Civil. Un Galdós, ahora, político y hábil, capaz de enmascarar la realidad con ironía y aparentes lapsus de información difíciles de creer. Como también lo es la información ofrecida sobre la crisis de gobierno sucedida a continuación, aunque no a consecuencia de los sucesos madrileños (18).

Alfonso XII (1857-1885) deseaba asistir a Murcia para visitar a los numerosísimos enfermos de cólera, como antes había acudido a Andalucía con motivo de los terremotos también narrados por Galdós en alguno de sus artículos (19). El gobierno de Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897) se negó a autorizar el viaje por su peligrosidad. El monarca reiteró su deseo y, según la constitución entonces vigente, eso significaba la pérdida de confianza gubernamental, la disolución de las Cortes y la elección de un nuevo gobierno. El monarca llamó al presidente del Congreso, conservador también y noble, para ofrecerle la presidencia del Consejo de Ministros y él, con el mayor respeto, no la aceptó pues se manifestó de acuerdo en todo con Cánovas. Ante su negativa, el Rey reclamó a Práxedes Mateo Sagasta (1825-1903) líder del partido liberal, quien con muy buenas maneras se negó también a aceptar la responsabilidad en esas circunstancias tan delicadas desde el punto de vista sanitario. Sugirió al monarca la formación de un gobierno conservador débil para, una vez superada la epidemia, tomar ellos el poder. El Rey no le hizo el menor caso y volvió a ofrecer la presidencia a Cánovas, con lo cual todo siguió aparentemente igual, aunque renunció a viajar a Murcia y, al poco tiempo, dimitieron el ministro de la Guerra y Francisco Romero Robledo (1838-1906), ministro de Gobernación, entre cuyas atribuciones estaban las sanitarias, que estaba deseando hacerlo. El Rey, poco más adelante, sin pedir permiso al gobierno, se presentó en Aranjuez, asolado por el cólera en una de las jornadas más memorables de su reinado. Recibido con absoluto fervor popular a su regreso a Madrid, hubiera consolidado la monarquía durante muchos años si no hubiera muerto, a finales de ese mismo año, a consecuencia de la tuberculosis. Galdós no se ocupó en analizar bien el asunto y lo resolvió en clave de descrédito para los gobernantes y el monarca, sin explicar la intervención de los liberales.

A mi parecer, el único error en el planteamiento y desarrollo vital del gran escritor fue su militancia política; no sus ideas, sino su conversión en partidista. En alguno de los artículos en donde se precisa del análisis político sosegado, se comporta como tal, lejos de la inteligencia demostrada como divulgador de los conocimientos científicos. Lo lamentable del asunto es que él mismo acabó desilusionado de la militancia y, probablemente la misma le impidió recibir el Premio Nobel.

En su siguiente entrega periodística se ocupa de la supuesta terquedad regia. Le creía empeñado en hacer el viaje a Murcia. Considera elogiosa la decisión del soberano. Cuando la mayoría de las personas acaudaladas huían de los lugares afectados por la epidemia, él pretendía acudir al epicentro de la misma. Considera la alegría de las gentes del común al ver obligados a los ministros a efectuar el viaje para acompañarle y pondera la posición gubernamental pues, en todas las monarquías, la vida del monarca es de incalculable valor. En la española, cree él, esta condición es aún superior. De morirse no ve clara la sucesión. Piensa que estallaría la conflagración entre los partidarios de los diversos modelos de gobierno, pues aquí la monarquía estaba cogida con alfileres, como vulgarmente se dice (20).

En la realidad, ya lo dije, el monarca no reincidió en su deseo sino que lo cumplió posteriormente en Aranjuez y alguno de los miembros del gobierno, Cánovas del Castillo y Romero Robledo antes de dimitir, hicieron ese desplazamiento a visitar a los murcianos flagelados por la epidemia. Los periodistas, en vez de alabar su gesto, escribieron sobre las viandas y bebidas llevadas con ellos desde la capital y adquiridas en Lhardy, entonces el mejor restaurante de lujo.

En su siguiente crónica habla del cólera en Aranjuez, recuerda la flotilla de embarcaciones reales para pasear por el Tajo, convertidas en leña, si bien se ven en el lecho del río enormes balsas de madera que bajan de los pinares de Cuenca y que se desembarcan en Aranjuez para ser transportadas en ferrocarril, sobre lo cual mucho más tarde escribiría José Luis Sampedro (1927-2013).

Se pregunta por la certeza de la teoría palúdica sobre el cólera, al haber afectado sólo a Valencia, Murcia y Aranjuez.

También vuelve a ocuparse de Ferrán y su vacuna; concretamente de las opiniones contrarias de la comisión francesa de Paul Brouardel (1837-1906) y de las inculpaciones surgidas contra él en la propia Francia, acusándole, a su vez, de excesivamente precavido, demasiado rápido en su visita y prepotente desde el punto de vista científico. En conclusión, Galdós cree a Ferrán merecedor del cielo, por la enemiga manifestada por tantas personas y las sucesivas prohibiciones y autorizaciones gubernamentales.

Ahora también se hace eco del viaje real a Aranjuez narrándolo con especial cuidado y esmerada prosa, si bien, luego de calificar de valerosa la conducta real aprovecha, con toda razón, para asestar un duro golpe al gobierno que, en lugar de dimitir, secundó y jaleó su conducta cuando la habían prohibido en Murcia (21).

En su siguiente crónica menciona el avance de la epidemia por diversos lugares de nuestro país. Critica los cordones y lazaretos, en algunos de los cuales se vieron escenas de tremenda inhumanidad, persistentes pese a las órdenes gubernamentales y a la amenaza de utilizar la fuerza contra ellos. Los pequeños pueblos cedieron, pero no ciudades como Málaga o Sevilla. Critica el terror ciudadano, convertido en acusaciones sin fundamento contra el gobierno o los médicos. Al primero lo acusarían de enviar agentes con líquidos nauseabundos para hacer enfermar a los pobres; a los segundos de estar al servicio de los gobernantes y envenenarles con sus medicamentos. Los facultativos se veían fuertemente acosados en algunas poblaciones, incluida Madrid, pese a lo cual seguían prestando sus servicios.

También menciona la enorme crisis económica y la inoportunidad gubernamental de cambiar la ley de consumos, con lo cual se encarecerían los alimentos. Se lamenta de la falta de oposición y se hace eco del fallecimiento de don Cándido Nocedal (1821-1885), líder de los carlistas, a quien reconoce una larga carrera política de cambios, desde el progresismo hasta el carlismo, un buen trato personal y gran energía e inflexibilidad en la dirección de su partido; su dominio sobre el clero rural y los cabecillas vasco navarros de las provincias del Norte. De su periódico, El Siglo Futuro, destaca la corrección literaria y la acometividad con todo lo que no fuera don Carlos, sobre todo dirigida a la Unión Católica, una fracción desmembrada del carlismo. Sus diatribas no tienen nada de cristianas; pero hay que confesar que son ingeniosas. En lo referente a su vida privada cuentan que ofrecía Nocedal un contraste muy vivo con las ideas que defendía.

Por último se ocupa de la desbandada de las familias con posibles hacia lugares libres de la epidemia, si bien en ellos hacen gran ostentación de plegarias y rogativas (22).

En resumen una panorámica interesante sobre la epidemia de 1885, en la capital y en el resto de España, y uno de los testimonios más acertados sobre Ferrán y su vacuna.

4.2 La gripe rusa

Por último, como no se trata de hacer un compendio de todas las enfermedades tratadas por Galdós en sus novelas, para lo que ya hay trabajos aquí mencionados, me ocuparé de su artículo sobre la gripe de 1890, llamada rusa por ser ese su aparente origen geográfico (23); una epidemia olvidada que acabó con muchas vidas, entre ellas la del popular tenor Julián Gayarre (1844-1890).

En enero de ese año confiesa haber pasado la enfermedad y su tremenda incidencia en toda Europa. Si al comienzo de la plaga se la miró con indiferencia y muchos la tomaron como asunto de chacota, ya las burlas se van trocando en seriedad sombría.

Explica como al principio se empleó como excusa para quedarse unos días en casa o no atender algunas obligaciones penosas, pero luego el asunto tomó un cariz mucho más serio. Aumentó la morbilidad y la letalidad y, en Madrid, la mortalidad creció de manera alarmante.

Manifiesta el absoluto desconocimiento sobre el agente etiológico y lo atribuye, como se hacía en esos años, a los vientos y la frialdad seca. Reconoce las dificultades científicas del momento para estudiar las epidemias [todavía no se aceptaban absolutamente los principios de Louis Pasteur (1822-1895) y de Robert Koch (1843-1910) y seguían en vigor algunas teorías higienistas ligadas a los suelos de Max Joseph von Pettenkofer (1818-1901)] y los modos de propagación, pues los considera arbitrarios y esporádicos.

Le llama la atención que el trancazo, como se llamó a esa nueva epidemia gripal, junto a grippe, influenza o dengue, a diferencia de los sucedido con el cólera, atacara más a las gentes acomodadas que a las pobres, para luego hacer una incursión en la incipiente microbiología.

En este caso su observación no es exacta. Es verdad que el cólera atacó muchísimo más a los pobres que a los ricos. Los segundos estaban mejor alimentados, vivían en casas con mejores condiciones y, o bien observaron las indicaciones de hervir el agua antes de beberla, o simplemente huyeron de los lugares invadidos. En el caso de la gripe, les acometió sin previo aviso y no se transmite por el agua sino, en esta ocasión sí, por el aire, con lo cual los pobres, infectados en sus viviendas malsanas o en habitaciones en donde dormían apretujados los aguadores o los mozos de cuerda, transmitían su enfermedad a quienes servían. En este caso era imposible establecer cordones invisibles entre ricos y pobres y la epidemia se desarrollaba en todo su macabro esplendor.

Para Madrid ha sido una verdadera calamidad –escribe nuestro autor.- Ni en las invasiones de cólera se ha visto Madrid tan desanimado. La ciudad más alegre del mundo es hoy la más triste…

Es sorprendente que, con tantísimos antecedentes, con tantos testimonios científicos y periodísticos, como los de este gran escritor que hoy celebro, con los avisos reiterados de los epidemiólogos, nos haya cogido el COVID tan desprevenidos, tan desarmados desde el punto de vista sanitario y legal, tan desentrenados en los aspectos políticos y administrativos. Los más de cien años transcurridos entre la otra gripe, la de 1918 y la actualidad, tal vez nos hicieron creer imposible la aparición de una pandemia como las que azotaron a la Humanidad durante los siglos precedentes y, la mayoría, reaccionamos tarde y mal.

La historia y, en cierta medida, la literatura, son maestras para la vida, eso sí, es imprescindible leer y comprender lo leído. Una revolucionaria medida educativa sería regresar a enseñar a leer y a entender los contenidos de los textos, para lo cual, aunque sea mínimo, se debe hacer un esfuerzo. Si no realizamos ese pequeño acto de voluntad, nos será imposible disfrutar de las obras de Don Benito Pérez Galdós, un escritor delicioso y profundo que murió hace ciento un años, pese a lo cual algunos de sus artículos sobre las epidemias padecidas a lo largo de su existencia parecen escritos hoy mismo.

5. REFERENCIAS

1. Rubén Domínguez Quintana, “Degeneracionismo y ficción: discurso científico en Benito Pérez Galdós”, Llull, 2021, vol. 44 (nº 88) pp. 195-206.
2. Javier Puerto, “El Herbario de Gutenberg. Desde la Baja Edad Media hasta la crisis del 98” en Raúl Guerra Garrido (coord.) El Herbario de Gutenberg. La Farmacia y las Letras, Madrid: Turner/Cofares, 2013, pp.13-171.
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17. Benito Pérez Galdós, “La especulación del miedo”, Madrid, junio 19 de 1885, Obras inéditas. Vol. VI. Cronicón 1883-1886, Madrid: Renacimiento, 1924, pp. 197-202.
18. Benito Pérez Galdós, “Epidemias y crisis”, Madrid, julio 4 de 1885, Obras inéditas. Vol. VI. Cronicón 1883-1886, Madrid: Renacimiento, 1924, III pp.203-223.
19. Benito Pérez Galdós, “Aniversarios y centenarios”, Madrid, enero 1 de 1885, Obras inéditas. Vol. VI. Cronicón 1883-1886, Madrid: Renacimiento, 1924, pp. 119-124; Benito Pérez Galdós, “Fenómenos sismológicos”, Madrid, enero 17 de 1885, Obras inéditas. Vol. VI. Cronicón 1883-1886, Madrid: Renacimiento, 1924, pp. 129-140.
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21. Benito Pérez Galdós, “Pánico colectivo”, Madrid, julio 30 de 1885, Obras inéditas. Vol. VI. Cronicón 1883-1886, Madrid: Renacimiento, 1924, pp. 233-249.
22. Benito Pérez Galdós, “El cólera y la política”, Madrid, agosto 14 de 1885, Obras inéditas. Vol. VI. Cronicón 1883-1886, Madrid: Renacimiento, 1924, pp. 251-267.
23. Benito Pérez Galdós, “La gripe en Madrid”, Madrid, enero 2 de 1890, Obras inéditas. Vol. VII. Cronicón 1886-1890, Madrid: Renacimiento, 1924, pp. 225-234.