Artículo de Revisión

Desarrollo histórico de la industria farmacéutica en España con anterioridad a la Transición

Historical development of the pharmaceutical industry in Spain prior to Transition

An Real Acad Farm Año 2021. Volumen 87 Número 3. pp. 323-330 | DOI: 10.53519/analesranf.2021.87.03.07

Secciones: Historia de la farmacia Institucional Legislación farmacéutica Otros

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Raúl Rodríguez Nozal. Desarrollo histórico de la industria farmacéutica en España con anterioridad a la Transición.  ANALES RANF [Internet]. Real Academia Nacional de Farmacia; An. Real Acad. Farm. · Año 2021 · volumen 87 · numero 03:323-330.


Raúl Rodríguez Nozal. Historical development of the pharmaceutical industry in Spain prior to Transition.  ANALES RANF [Internet]. Real Academia Nacional de Farmacia; An. Real Acad. Farm. · Año 2021 · volumen 87 · numero 03:323-330.

RESUMEN:
Max Weber (1864-1920), en el clásico Die protestantische Ethik und der Geist des Kapitalismus, trató de justificar el desigual desarrollo industrial de los diferentes países europeos en base a la división religiosa del continente, acaecida a raíz de la reforma luterana; según su planteamiento, el establecimiento del protestantismo en el norte y en el centro, y del catolicismo en el sur, convirtió a las zonas septentrionales en prósperas y a las meridionales en deprimidas, favoreciendo así una tendencia en los países protestantes por el trabajo en la fábrica, contrapuesta a la preferencia católica por las labores artesanales. En lo que a la industria farmacéutica se refiere, este planteamiento condujo a dos modelos diferentes: el centroeuropeo, de inspiración protestante, y el mediterráneo, establecido en países mayoritariamente católicos, como España. La industria farmacéutica fue el motor que impulsó a la nueva Terapéutica surgida durante el siglo XIX y lo hizo actuando sobre los dos componentes fundamentales del medicamento: la composición y la presentación; los países centroeuropeos y anglosajones se inclinaron por potenciar lo primero, mientras que la industria farmacéutica mediterránea canalizó sus esfuerzos hacia el producto de consumo final, la “especialidad farmacéutica”.

Teniendo en cuenta este marco, nuestra intención es ofrecer un panorama general de lo que ha sido la industria farmacéutica española con anterioridad a la Transición, articulado en base a una serie de etapas que van, desde la irrupción de las farmacias-droguería a mediados del siglo XIX, hasta el establecimiento de los laboratorios farmacéuticos durante el franquismo, pasando por la tipificación de lo que conocemos como medicamento industrial (“remedios secretos”, “específicos” y “especialidades farmacéuticas”), su reconocimiento legal (Ley del Timbre y registro sanitario), sus materias primas y principales formas farmacéuticas.

Palabras Clave: Industria farmacéutica, Historia, España, Siglos XIX y XX

ABSTRACT:
Max Weber (1864-1920), in his classic Die protestantische Ethik und der Geist des Kapitalismus, tried to justify the unequal industrial development of the different European countries based on the religious division of the continent as result of the Lutheran Reformation; According to their approach, the establishment of Protestantism in the north and centre and Catholicism in the south became the northern areas prosperous and the southern areas depressed, encouraging a tendency in the Protestant countries towards factory work, in opposition to the Catholic preference for craftsmanship. As far as the pharmaceutical industry was concerned, this approach led to two different models: the Central European model, Protestant-inspired, and the Mediterranean model, established in mainly Catholic countries such as Spain. The pharmaceutical industry was the driving force behind the new therapeutics that emerged during the 19th century, and it did so by acting on the two fundamental components of the drug: composition and presentation; while the Central European and Anglo-Saxon countries were inclined to promote the composition, the Mediterranean pharmaceutical industry channelled its efforts towards the final consumer product, the “pharmaceutical speciality”.
Taking this framework into account, our intention is to offer a general overview of the Spanish pharmaceutical industry prior to the Transition, based on a series of stages ranging from the emergence of drugstore pharmacies in the mid-19th century to the establishment of pharmaceutical laboratories during Franco’s regime, including the classification of what we know as industrial medicines (“secret remedies”, “specific” and “pharmaceutical specialities”), their legal recognition (Stamp Act and health registration), their raw materials and main pharmaceutical forms.

Keywords: Pharmaceutical industry, History, Spain, 19th and 20th centuries


1. LA REVOLUCIÓN TERAPÉUTICA

A principios del siglo XIX se aislaba la morfina, uno de los primeros principios activos de origen vegetal utilizado con fines medicinales. Estamos ante el inicio de un cambio profundo en la concepción de la Terapéutica que, aproximadamente un siglo después, ya estaba transformada en una actividad muy parecida a la actual. A partir de entonces, y hasta mediados de siglo, se extrajeron buena parte de los principios activos vegetales conocidos hoy en día (1, 2). Estas nuevas perspectivas terapéuticas se vieron afianzadas gracias a las sustancias químicas que se fueron sintetizando durante la segunda mitad de la centuria, debido al progreso experimentado por la Química orgánica de aplicación petrolífera y tintórea (3). La tradicional Materia médica, esto es, la disciplina de la que, hasta entonces, se había valido el farmacéutico para identificar y manejar las drogas de acción medicinal, se estaba transformando en otra más próxima a la Farmacología (4, 5, 6), gracias a los avances científicos en campos como la Taxonomía botánica, la Microscopía o la Química.

Las patologías de origen infeccioso fueron las primeras en contar con fundamentos etiológicos verdaderamente satisfactorios, y a ellas se dirigieron las primeras investigaciones farmacológicas orientadas hacia la búsqueda de remedios que combatiesen el agente causal de la patología y no se quedasen, como había venido sucediendo hasta entonces, en meras soluciones sintomáticas de la enfermedad. Bajo estas premisas se inició la era de los antimicrobianos (7). Por otro lado, ya entrado el siglo XX, la Bioquímica ofreció soluciones para poder entender el mecanismo de acción de los medicamentos y facilitó el camino a la tortuosa investigación farmacológica construida sobre la base del ensayo/error.

Los principios activos, los medicamentos químicos y las nuevas exigencias impuestas desde la Farmacología, la Microbiología y la Bioquímica transformaron por completo la naturaleza y fisonomía del medicamento. Los tradicionales remedios, sustentados en la droguería medicinal (cortezas, raíces, hojas, frutos, semillas, etc.), las preparaciones confeccionadas según arte (soluciones, tinturas, extractos, ungüentos, etc.) y las milagrosas panaceas polifármacas, a medio camino entre el galenismo y la superstición, irán desapareciendo a lo largo del siglo XIX para dar el relevo a un nuevo tipo de medicamento, construido sobre tres pilares fundamentales: ciencia, estética e industria (8, 9).

Esta cascada de avances científicos y descubrimientos ocurridos a lo largo del siglo XIX, animó a los farmacéuticos para tratar de resolver toda una serie de problemas, de índole fisiológica, farmacocinética y técnica, que acompañaban a las preparaciones medicamentosas desde antaño; olores y sabores desagradables, problemas de disgregación, solubilidad e, incluso, lo que hoy denominaríamos biodisponibilidad, son algunas de las deficiencias que tratarían de ser resueltas utilizando nuevos recursos farmacotécnicos, que acabarían concediendo un protagonismo notorio al formato de los medicamentos. En 1833 fueron inventadas las cápsulas de gelatina, en 1843 los comprimidos, en 1853 las cápsulas amiláceas y en 1886 los inyectables (10, 11). La Revolución terapéutica estaba vislumbrando su nuevo rostro. La industria actuó como aparato locomotor de la Revolución terapéutica, como el motor que impulsó su desarrollo y acabó por definir su fisonomía; y actuó sobre los dos componentes fundamentales del medicamento: la composición y la presentación (8). Como veremos a continuación, los países centroeuropeos y anglosajones se inclinaron por potenciar lo primero, mientras que la industria farmacéutica mediterránea canalizó sus esfuerzos hacia el producto de consumo final, la “especialidad farmacéutica” (12).

2. LOS MODELOS DE INDUSTRIALIZACIÓN. ETAPAS DE LA INDUSTRIALIZACIÓN FARMACÉUTICA EN ESPAÑA

Max Weber, en el clásico La ética protestante y el “espíritu” del capitalismo (13), ha tratado de justificar el desigual desarrollo industrial en los diferentes países europeos en base a la división religiosa del continente acaecida a raíz de la reforma luterana. Según su planteamiento, el establecimiento del protestantismo en el norte y en el centro, y del catolicismo en el sur, favoreció la prosperidad en las zonas septentrionales de Europa en detrimento de las meridionales, y evidenció una tendencia en los países protestantes por el trabajo en la fábrica, contrapuesta a la preferencia católica por las labores artesanales. En lo que a la industria farmacéutica se refiere, este planteamiento condujo a dos modelos diferentes: el centroeuropeo, de inspiración protestante, y el mediterráneo -donde se incluiría España-, establecido en los países mayoritariamente católicos.

Los países centroeuropeos y anglosajones, con Alemania a la cabeza, fueron quienes llevaron la voz cantante en el proceso global de industrialización farmacéutica; sus industrias fueron esencialmente químicas –bien extractivas de principios activos vegetales, bien fábricas de colorantes artificiales-, con notorio predominio de la Química orgánica, muy capitalizadas, con abundante mano de obra –tanto cualificada como sin cualificar- y en las que lo esencial era la búsqueda de moléculas farmacológicamente activas; la forma farmacéutica, el producto terminado, no dejaba de ser más que la vestimenta del medicamento. Por el contrario, la industria farmacéutica mediterránea, con Francia como país más destacado, canalizó sus esfuerzos hacia el producto terminado, el específico o “especialidad farmacéutica”, relegando a las sustancias farmacológicamente activas a la categoría de materias primas; y todo ello con la infraestructura industrial característica de las empresas de bienes de consumo, con desarrollos científicos no muy exigentes, capitalizaciones discretas –a menudo de carácter intraprofesional- y muy centradas en la producción exclusiva de medicamentos (14).

La génesis del proceso industrializador español tuvo lugar durante los años centrales del siglo XIX; su desarrollo, en un país anclado en una economía de tipo agrario, no fue tan vigoroso como en otros estados europeos, de forma que, salvo algunos casos concretos como el de la industria textil catalana, hasta comienzos del nuevo siglo no puede distinguirse un atisbo de consolidación en la industria española. Las razones de este proceso deben buscarse dentro de la especial situación social, política y económica vivida en nuestro país tras la pérdida de los últimos reductos coloniales ultramarinos, con la consiguiente repatriación de capitales, y la condición de neutralidad mantenida por España durante la I Gran Guerra, causa ésta del desarrollo espectacular de algunos sectores industriales, entre ellos ciertas ramas del sector químico (15). La industria farmacéutica española no fue ajena a esta situación general gestada en la España de finales del siglo XIX; pero, en este análisis, también deben tenerse presentes otros factores que son inherentes a la industria de los medicamentos, tales como su vinculación al entorno sanitario, la especificidad de sus requerimientos técnicos y científicos y las condiciones sociológicas derivadas del modelo profesional farmacéutico imperante en los países del entorno mediterráneo (16).

Teniendo en cuenta todo esto, bien podríamos distinguir cuatro etapas diferenciadas en el devenir de la industria farmacéutica española: una primera, favorecida por el espíritu liberal de mediados de siglo, en la que surgen las Farmacias Centrales y los Laboratorios de manipulación de materias primas; una segunda, impulsada por el desarrollo tecnológico adquirido por las nuevas formas farmacéuticas a partir de la década de 1870, en la que se formarían un buen número de establecimientos industriales y pseudo industriales, generalmente dependientes de industrias de base extranjeras (químicas y de maquinaria); una tercera, marcada por el proteccionismo de 1920 y por la aparición del Registro obligatorio de especialidades farmacéuticas, en la que, prácticamente, queda conformado el tejido farmacéutico español; y una cuarta, que no arrancaría hasta después de finalizada nuestra Guerra civil (17), en la que comienza a desarrollarse la Química industrial de aplicación farmacéutica y la industria de los productos biológicos, de manera especial los antibióticos (18).

2. LA INDUSTRIA DE LOS PRODUCTOS VEGETRALES: LAS “FARMACIA CENTRALES”

Siguiendo la estela de la “Farmacia Central” de Francia (19), establecimiento creado en 1852 con capital casi exclusivamente farmacéutico, con el objetivo de eludir la competencia de drogueros y laboratorios químico-farmacéuticos gracias al esfuerzo colectivo de todos los boticarios franceses, durante la segunda mitad del siglo XIX ya existía en España un cierto movimiento industrializador en este ámbito de la droguería medicinal, protagonizado por una serie de droguerías farmacéuticas, conocidas como “Farmacias Centrales”, las cuales basaban su actividad en el comercio al por mayor de productos vegetales de origen natural y de sus principios activos. La idea, tanto en Francia como en España, pasaba por eliminar de la ecuación a los drogueros como proveedores de productos medicinales de origen vegetal, convirtiendo en mayoristas a los propios farmacéuticos.

Aunque hubo algún proyecto temprano de asociación entre farmacéuticos con el objeto de trabajar al por mayor el negocio de la droguería medicinal, ninguno tuvo tanta repercusión como el liderado por Mariano Pérez Mínguez a través de la Farmacia Central de Valladolid y de su órgano de expresión científico-profesional El Droguero Farmacéutico (1856-1859). Este proyecto se sustentaba en la confederación de cinco establecimientos, situados en Valladolid, Valencia, Barcelona, Zaragoza y Sevilla, a los que posteriormente se unirían otros en Madrid, Badajoz y, tal vez, en alguna otra localidad española, con el objetivo de centralizar, controlar y dar salida a cualquier tipo de producto farmacéutico, ya fuese elaborado en estas farmacias-droguería o por modestos boticarios rurales.

Las farmacias centrales no fueron la solución deseada por la mayor parte de los boticarios españoles, aunque abrieron una nueva vía de ejercicio profesional y fueron el germen de una nueva generación de farmacéuticos, que trataron de hacer progresar sus iniciativas salvando todo tipo de obstáculos, los más importantes procedentes de las mismas entrañas de la Farmacia más profunda. A pesar de estos fracasos de la iniciativa colectiva, a comienzos de la década de 1870 cada vez eran más las farmacias centrales abiertas en España gracias a la iniciativa individual de algunos farmacéuticos. Dos ejemplos podrían ser la “Farmacia General Española”, de Pablo Fernández Izquierdo, ubicada en Madrid; o la barcelonesa “Sociedad Farmacéutica Española”, fundada por Gonzalo Formiguera en 1882 (20).

3. LOS MEDICAMENTOS INDUSTRIALES: REMEDIOS SECRETOS, ESPECÍFICOS Y ESPECIALIDADES FARMACÉUTICAS

Tal y como proclamaba la prensa profesional de finales del siglo XIX, la característica definitoria del medicamento industrial radicaba en su presentación externa: su forma, su estética, su atractivo aspecto para el público. Durante los años centrales del siglo XIX, cuando estos preparados aún no se elaboraban en España, llegaban masivamente desde países extranjeros; según los datos declarados por los farmacéuticos catalanes, en 1893, el 70% de las ventas brutas realizadas por las farmacias españolas correspondían a medicamentos extranjeros, fundamentalmente franceses (16). El auge de la dispensación de preparados extranjeros por los farmacéuticos españoles propició un interesante debate, en torno a la responsabilidad profesional contraída por la dispensación de aquellos productos de los que tan sólo eran depositarios (21, 22, 23).

Pese a la oposición del colectivo farmacéutico (23), especialmente intensificada durante la España de la Restauración, el auge de estos nuevos preparados, de aspecto externo cuidado y destinados a ser utilizados en poblaciones patológicamente homogéneas, gozó de un predicamento cada vez mayor; la fabricación de estos productos se llevó a cabo en establecimientos industriales y pseudoindustriales, generalmente dependientes de industrias de base extranjeras (químicas y de maquinaria). Con el impulso dado por el desarrollo tecnológico, que permitía la elaboración a gran escala de las especialidades farmacéuticas, un hecho que puede fecharse en torno a los primeros años de la década de 1870, comienza una nueva etapa en el proceso industrializador de la farmacia española. A comienzos del último cuarto del siglo XIX, el farmacéutico español continuaba preparando sus propias fórmulas magistrales y oficinales, pero alternaba estas labores con la dispensación de específicos, principalmente fabricados en el extranjero aunque cada vez eran más numerosos los procedentes de colegas españoles, casi todos ellos asentados en Cataluña (16).

La cara visible de la revolución terapéutica fue el medicamento de fabricación industrial, también llamado “específico” o “especialidad farmacéutica” (24), que acabaría con el predominio ancestral de la fórmula oficinal e, incluso, del remedio secreto. La frontera entre los conceptos de remedio secreto y específico no es el todo evidente; mientras que el remedio secreto es hijo de la terapéutica más tradicional, fundamentada en la polifarmacia y en tratamientos farmacológicos empíricos -tipo panacea-, el específico, aun manteniendo su fórmula en secreto, es el principal exponente de la moderna Farmacología, sustentada en principios activos vegetales, en medicamentos químicos y en formulaciones de un solo componente. El específico es un invento del siglo XIX, es la manifestación de la lucha contra la enfermedad y de la decadencia de los tratamientos galénicos personalizados. La disquisición entre los términos de remedio secreto y específico no es baladí, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, tras ella se esconden fuertes intereses económicos. En la mayoría de los países europeos el remedio secreto quedó proscrito por Ley, al contrario de lo que sucedía con los específicos y las especialidades farmacéuticas. Es fácil comprender el afán de sanadores y charlatanes –que de todo hubo- por proteger comercialmente sus preparaciones medicamentosas (16).

El otro término con el que habitualmente se designaba al medicamento industrial fue el de especialidad farmacéutica. El factor diferenciador entre específico y especialidad farmacéutica bien pudiera residir en la utilización de procesos tecnológicos. Mientras que el salto cualitativo de remedio secreto a específico se produjo por el desarrollo de la ciencia farmacológica, con la consiguiente adquisición de hábitos terapéuticos generalizados frente a determinadas enfermedades, con la especialidad farmacéutica se consigue optimizar el producto resultante del específico a través de la adecuación de su principio activo a un formato predeterminado. Por lo tanto, la diferencia sustancial entre específico y especialidad farmacéutica podría ser su presentación externa, su aspecto, su estética, la utilización preferente de nuevas formas (16).

Los específicos fueron reconocidos oficialmente en España a través de la Ley del Timbre de 30 de junio de 1892 -y disposiciones posteriores- (25), por la que se gravaban fiscalmente un buen número de artículos destinados al consumo, los específicos entre ellos; en este corpus legal se especificaba que “todos los específicos y aguas minerales de cualquier clase deberán llevar, cuando sean puestas a la venta, un sello de 0,10 pesetas por frasco, caja o botella”. El Real Consejo de Sanidad definiría a los específicos, a efectos de esta Ley del Timbre, como “aquellos medicamentos cuya composición sea desconocida total o parcialmente y que se expendan en cajas, frascos, botellas o paquetes con etiqueta que exprese el nombre del medicamento, los usos a que se destine y la dosis”.

Tras algunos intentos fallidos, en 1919, se publicó el primer Reglamento para la Elaboración y Venta de Especialidades Farmacéuticas, la norma que nacía con la intención de regular todo lo relativo a los medicamentos industriales en nuestro país. Dado que este reglamento nunca llegaría a consolidarse, en 1924 acabó publicándose uno nuevo que, aunque introducía algunos cambios, en lo esencial era muy similar al anterior. Tanto en estos reglamentos, como en la regulación efectuada a través de la Ley del Timbre, se evidencia un mayor interés por declarar estas actividades industriales, y consecuentemente gravarlas, que por evaluar y controlar la posible repercusión, negativa o positiva, que éstas pudieran llegar a tener en la salud ciudadana, es decir, un planteamiento más próximo a las legislaciones británicas que a las centroeuropeas (26).

Exceptuando la legislación registral en vigor durante buena parte de la Guerra Civil, el Reglamento de 1924 mantuvo su vigencia hasta 1963, año en que se publicó el Decreto 2464/1963 de 10-VIII sobre laboratorios, registro, distribución y publicidad de medicamentos; en él se recogían, de manera sistemática, todas las modificaciones efectuadas al Reglamento desde que éste fuera publicado en 1924 (26).

4. LA INDUSTRIA FARMACÉUTICA DURANTE E FRANQUISMO

Durante el franquismo, en un contexto social, político y económico de fuerte regulación legislativa e intervención estatal (27), la industria farmacéutica hubo de hacer frente a tres procedimientos registrales, además de alguna que otra declaración de carácter estadístico. Dos de ellos eran comunes a todos los fabricantes: las inscripciones ante el Ministerio de Industria y ante la Organización Sindical; el tercero, propio de esta actividad, debía realizarse ante las autoridades sanitarias. El registro ante el Ministerio de Industria, aunque funcionó de manera independiente, estaba supeditado a la valoración e informe de la Organización Sindical; esto era debido al control directo sobre la importación de materias primas, un factor limitante que, a la postre, acabaría condicionando la política económica del franquismo durante el período autárquico (28).

El tejido farmacéutico establecido en España con anterioridad a la Guerra Civil se ajustaba al modelo mediterráneo de industrialización farmacéutica, bien caracterizado por una modesta capitalización, una escasa mano de obra y un gran protagonismo de la profesión farmacéutica, aspecto éste último que queda evidenciado a través del sistema de laboratorios anejos, es decir, pequeñas industrias locales, con un ámbito geográfico de abastecimiento muy limitado, proclives a la elaboración de fórmulas mediante procedimientos escasamente estandarizados. Una situación bien distinta a la deseada por las elites gubernamentales franquistas, que reaccionaron con la supresión de estos laboratorios anejos, como entes productores de medicamentos industriales, en la Ley de Bases de Sanidad Nacional proclamada el 25 de noviembre de 1944. Como en tantos otros casos, la prohibición legislativa en poco afectó al funcionamiento de estas instalaciones, las cuales siguieron activas, en particular si podían realizar sus procedimientos sin materias primas sometidas a cupo (29).

La industria farmacéutica española activa durante los años de la Dictadura tuvo en Madrid y Cataluña sus principales enclaves (30, 31). Ocurrió todo lo contrario en lo que respecta a la cantidad de estructuras que lo componían, pese al deseo de los economistas del Régimen por reducir el número de laboratorios e incrementar los recursos y la capitalización de estas industrias. Durante el período que media entre 1939 y 1975 hemos identificado un total de 2.532 laboratorios farmacéuticos instalados en España, aunque no todos estuvieron en funcionamiento de manera sincrónica, la evolución en el proceso de la fabricación de medicamentos llevó a la desaparición de unos y a la fundación de otros. Aproximadamente una tercera parte de estos 2.532 laboratorios fueron creados con anterioridad a 1936, mientras que poco más de una cuarta parte permanecieron abiertos después de 1975 (31).

Mientras que la industria de las especialidades farmacéuticas -entendidas como productos terminados listos para el consumo- tuvo un notable desarrollo con anterioridad a la Guerra Civil, no sucedió lo mismo con todo lo relativo a las materias primas; de tal manera que, en España, no hubo industria químico-farmacéutica, al menos de carácter químico-orgánico o fermentativo, hasta la dictadura franquista. Esta actividad industrial estaba prácticamente en el mismo estado que al finalizar la Guerra Civil; sin embargo, durante estos años, en consonancia con las políticas de corte autárquico establecidas en nuestro país, parece evidenciarse un cierto interés por promocionar este sector a través de una política guiada por tres hitos o etapas secuenciales (32), finalmente ejecutada con desigual fortuna; en primer lugar, potenciando las industrias de productos naturales, algo que ya se venía haciendo con anterioridad a la Guerra Civil, con el propósito de obtener principios activos de acción medicinal y evitar así su importación, es más, incluso favorecer su exportación; en segundo lugar, a más largo plazo, estableciendo en España una industria química integral, de tipo orgánico, capaz de obtener fármacos a partir del carbón, tal y como hacían las grandes potencias internacionales; finalmente, tras conocerse la síntesis a escala industrial de la penicilina, hacia 1944, entró un escena un nuevo objetivo que, en poco tiempo, acabó convirtiéndose en prioritario: la fabricación nacional de esta sustancia (18).

La gran apuesta del primer franquismo en materia químico-farmacéutica fue el establecimiento en nuestro país de una industria propia de penicilina y otros antibióticos. Era un bien escaso que, desde 1944, entraba vía importación controlada y, más frecuentemente, se obtenía a través del mercado negro; en ambos casos, situaciones inaceptables para quienes habían planificado un concepto autárquico de la economía española. Al contrario de lo que sucediera con las industrias de materias primas procedentes de la Química Orgánica, en última instancia sin un apoyo estatal explícito, la producción al por mayor de sustancias antibióticas para la preparación de medicamentos sí contó con la complicidad de nuestros gobernantes. En 1948, un Decreto de 1-IX declaraba de ‘interés nacional’ la fabricación de penicilina y abría un concurso para designar las dos entidades españolas que habrían de monopolizar esta actividad. En 1949 se resolvía en favor de dos consorcios empresariales: Antibióticos y Compañía Española de Penicilina y Antibióticos (CEPA). Sin embargo, la producción nacional de penicilina nunca fue un proyecto totalmente autárquico, bien al contrario, estuvo muy supeditado a la ciencia y la tecnología estadounidense; Antibióticos se valió de la colaboración y las patentes del laboratorio farmacéutico Schenley, mientras que CEPA hizo lo propio con la firma Merck. Algunos años después, en 1953, se concedió una nueva licencia nacional en favor del grupo empresarial Alter, a través de su participada Farmabión; en esta ocasión, la colaboración científica y técnica no fue norteamericana sino danesa, a través del laboratorio danés Leo Pharmaceutical Products (33, 34)

La colaboración norteamericana en materia de antibióticos tiene que ver con la adhesión del gobierno de Franco a los acuerdos de Bretton Woods que, en lo que respecta a España, modificó radicalmente el incipiente mapa químico industrial español, hasta entonces dominado por las empresas alemanas (35), algo especialmente notorio en las químico-farmacéuticas (Bayer, Merck, Schering, Böhringer, etc.); y al declive, tras la finalización de la II Guerra Mundial, del liderazgo germano basado en el carbón y en la química orgánica tintórea, que fue sustituido gradualmente por la hegemonía estadounidense fundamentada en la explotación industrial del petróleo y en la fabricación a gran escala de productos como las fibras sintéticas, el DDT y, por supuesto, los antibióticos (36, 37).

Este fenómeno, conocido como “americanización en la economía española” ya se había consolidado en Europa hacia 1945. Sin embargo, en España se produjo de manera más tardía, en la década de los cincuenta y, aún de manera más evidente, durante los sesenta. En 1953 hizo su aparición un programa de ayuda económica para nuestro país equivalente al “Plan Marshall”, aunque de menor cuantía económica; aun así, favoreció las actividades estadounidenses en España y, también, las inversiones directas. De acuerdo con esta visión, la participación estadounidense en el programa nacional de producción de antibióticos, ejecutada en fecha muy temprana (1949), debe considerarse como un claro antecedente de este proceso de “americanización en la economía española” (18).

Trabajos como el de Albert Carreras y Xavier Tafunell (38) no mencionan a las industrias farmacéuticas españolas entre las 200 mayores empresas españolas (“clasificadas por activos netos”), al menos en sus tablas elaboradas para los años 1917, 1930 y 1948. Sin embargo, según datos proporcionados por el Sindicato Vertical de Industrias Químicas, la industria farmacéutica ocupaba un lugar destacado en el conjunto de las industrias químicas -sobre todo en lo relativo a número de laboratorios-, aunque es verdad que éstos eran pequeños en capitalización y en número de empleados; además, los desarrollos científicos, sobre todo los de tipo químico, eran casi inexistentes. Todos estos factores contribuyeron a frenar el desarrollo de la industria farmacéutica española durante el franquismo; aunque también hubo otros condicionantes, como las propias limitaciones de las políticas autárquicas, la escasez de materias primas, la insuficiente capacitación científico-técnica necesaria para esta actividad o la adscripción de nuestra industria a un modelo mediterráneo, tendente a capitalizaciones de índole intraprofesional o familiar y orientado hacia los desarrollos galénicos en lugar de los químicos (18).

Agradecimientos

Hay decisiones en la vida que condicionan nuestro destino, puntos de inflexión en nuestro desarrollo vital y profesional que estimulan las vocaciones, el intelecto y sirven de guía en la edificación de la personalidad. En mi caso, esto ocurrió en el año 1990, cuando me incorporé a la Cátedra de Historia de la Farmacia de la Universidad Complutense de Madrid, gracias a una beca de formación de personal investigador. Aquella fue una de las decisiones más importantes que he tomado en mi vida; la idea de continuar ligado al mundo académico, de no perder ese vínculo que me ofrecieron mis directoras de tesina (Carmen Navarro Aranda y Montserrat Gutiérrez Bustillo) en el Departamento de Botánica de esa Facultad y, sobre todo, la ilusión de dedicarme a la Historia de la Farmacia, pesaron más que mi posible futuro en el mundo de la industria farmacéutica, en la que me inicié como director técnico del modesto Laboratorio Salud (Climent y Cía., S.R.C.)

La Real Academia Nacional de Farmacia acabó por aclararme las posibles dudas que aún pudiera tener durante aquellos primeros meses de becario. Ese mismo año de 1990, nuestro grupo de trabajo recibía el Premio Cofares II de esta docta institución, y con ello la confirmación de que no me había equivocado. Treinta y un años después, recibo el inmenso honor de entrar a formar parte de ella como académico correspondiente. Por ello, he de agradecer muy sinceramente a esta Real Academia por permitirme cerrar este círculo de mi vida; muchas gracias a todos los académicos que han apoyado y permitido mi ingreso, por supuesto a los integrantes de la Sección Sexta (“Historia, Legislación y Bioética”), a la que espero incorporarme, de manera especial a los compañeros de historia con los que me siento más unido: Javier Puerto Sarmiento, María del Carmen Francés Causapé, Rosa Basante Pol y Antonio González Bueno, todos miembros de número, y también a los académicos correspondientes Juan Esteva de Sagrera, Cecilio Venegas Fito y Alberto Gomis Blanco.

Permítanme que sea algo más explícito en mis agradecimientos con tres de ellos. Javier Puerto me acogió como becario, se responsabilizó de mí ante las autoridades administrativas y me hizo entender que la Historia de la Farmacia era algo más que una disciplina cultivada por diletantes atrapados en el estudio hagiográfico. Antonio González Bueno es maestro, compañero y amigo; él fue quien me dio la oportunidad de dedicarme profesionalmente a esta disciplina, me mostró el camino a seguir en el ámbito investigador y con él he compartido, y sigo compartiendo, proyectos profesionales e inquietudes vitales; muchas gracias, Antonio, por estar siempre ahí, y por tu cariñosa presentación en este acto. Alberto Gomis confió en un momento especialmente delicado para mí, él me abrió las puertas a la Universidad de Alcalá; desde entonces, hace ya más de diecinueve años, hemos compartido el día a día; sin duda, no puedo tener un mejor compañero. Mi último agradecimiento va dirigido al resto de mis compañeros, amigos, familia y seres queridos, muchas gracias a todos por vuestro apoyo y vuestro cariño.

5. REFERENCIAS

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