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La clarividencia de su planteamiento básico era y sigue siendo innegable: la

humanidad depende de la alimentación. Las plantas son directa o indirectamente (a
través de la nutrición de los animales) la fuente más importante de alimentos y de

materias primas para la industria, incluida la farmacéutica. Todo lo que contribuyera al
conocimiento de las plantas -su estructura, composición y fisiología productiva en

relación con el medio (el suelo, el agua, los insectos, los patógenos y agentes
estresantes…) y la intervención tecnológica del hombre- presentaba para él un gran

interés científico y tecnológico. Y más, en una tierra como la nuestra tan dependiente de
la agricultura. Ese fue el objetivo fundamental de su vida de trabajo en sus dos aspectos

fundamentales: la creación y la transmisión de ciencia y tecnología agrícolas. Sus logros
en ambas dimensiones han sido muy importantes. Entre otros: la creación del Instituto

de Agroquímica y Tecnología de Alimentos con su Máster en Tecnología de Alimentos,
ambos de gran prestigio dentro y fuera de nuestras fronteras, y la fundación, junto con

don Eusebio González-Sicilia, de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Agrónomos
de Valencia. El prestigio de su labor al frente del Instituto de Agroquímica y Tecnología

de Alimentos de Valencia le llevó a la Presidencia del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas, el organismo que por aquel entonces (primera mitad de la

década de los setenta) canalizaba el mayor esfuerzo del país en ciencia y tecnología. Por
todo ello, y por sus trabajos de investigación en tecnología de alimentos, le fueron

concedidos una larga lista de honores y condecoraciones entre los que quiero resaltar el
haber sido elegido Miembro de Honor de esta Real Academia Nacional de Farmacia y

que culminaron con el más alto reconocimiento que este país da a sus tecnólogos: el
Premio Nacional de Investigación Tecnológica “Torres Quevedo”. Y, más

recientemente, el Premio Rey Jaime I a las Nuevas Tecnologías.
        Supongo que quienes me estén escuchando y no tuvieron la fortuna de conocer a

don Eduardo deben de pensar que estoy exagerando. No es fácil hacerlo cuando de él se
trata. Don Eduardo superaba toda mi capacidad de exageración y de sorpresa (que no

son pocas). Y si no, juzgue cada cual por sí mismo: un día había ido yo a su despacho a
comentarle una serie de cuestiones relativas a nuestro traslado desde los laboratorios del

Departamento de Biotecnología al que ambos pertenecíamos, a los don nuevos institutos
de investigación que, bajo los auspicios del Consejo Superior de Investigaciones

Científicas y la Universidad politécnica de Valencia, se habían construido en el campus
de esta última. Él se iba al Instituto de Tecnología Química (ITQ) y yo, al de Biología

Molecular y Celular de Plantas (IBMCP), que llevó su nombre “Eduardo Primo
Yúfera”, desde su creación, como testimonio de reconocimiento de la trascendencia de

su obra y de cariño al maestro, por parte de quienes nos embarcamos en aquella nueva
aventura del IBMCP. Ambos institutos estaban emplazados en un mismo edificio, por

cierto, y estábamos comentando cosas sobre esta nueva situación. Como ya he dicho
antes, yo recurría a su sabio consejo en momentos de tribulación. Y aquel lo era porque,

como director del IBMCP, yo tenía que negociar con el director del ITQ algunas
cuestiones territoriales que siempre entrañan dificultad.

        Pues bien, a sus setenta y cinco años, después de hacer de consiliario mío, se
puso a hablar del traslado con la ilusión de un Postdoctoral de treinta y cinco, recién

regresado a España de su aventura por esos laboratorios de Dios y dispuesto a comerse
el mundo. Y ya el colmo fue cuando al preguntarle si nos podía ceder algo de espacio en

su laboratorio del Departamento, en tanto nos trasladábamos al nuevo edificio, me
contestó que sí, que los siete doctorandos que tenía con él habían terminado su trabajo

experimental en el laboratorio y estaban ya en fase de redacción de la tesis. Es inaudito,
pensaba yo. Aquel hombre que tenía sentado frente a mí parecía haber hecho un pacto,

no con el diablo, sino con el Primer y Segundo Principio de la termodinámica: había
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