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organizado él mismo en sus cosas y capaz de organizar la propia Universidad si le

hubieran dejado. Para muchos era y es una referencia. Para mi significó mucho más.
Aunque no siempre estábamos de acuerdo, en las situaciones difíciles o cuando tenía

que tomar una decisión importante, acudía a escuchar su consejo, siempre sabio y
certero.

        Don Eduardo me produjo un gran impacto desde el primer momento. Decía
cosas a las que yo no estaba acostumbrado y con un lenguaje muy claro y directo. Iba

con gran facilidad a la esencia de las cosas. Antes de conocerle, me habían hablado de
conceptos, de teorías, de ciencia más o menos empírica, pero casi siempre con una

visión alejada de la realidad y de su posible aplicación práctica. De cualquier forma, lo
que aquel hombre nos decía en clase sonaba distinto. A él le preocupaba que los

conceptos fueran introduciéndose en un orden lógico y que el conjunto tuviera
intencionalidad y coherencia. Hay que tener en cuenta que algunas de las asignaturas

que explicaba no eran en absoluto convencionales, sino un conjunto, muy tamizado por
él, de conceptos que consideraba fundamentales para la formación química y

bioquímica de un ingeniero agrónomo.
        Cuántas veces hemos recordado todos los que tuvimos la fortuna de ser

discípulos suyos, su gran maestría en poner los ejemplos adecuados para ilustrar una
idea determinada. Aquello que parecía surgir con tanta facilidad en sus clases, luego

pude comprobar, que era fruto de una preparación hecha con el mayor cuidado y
precisión. Digo que lo pude comprobar porque don Eduardo fue quien guió mis

comienzos como profesor. Guía que no se limitaba a dar buenos consejos, sino que para
facilitar nuestros comienzos y para que hubiera uniformidad de criterios en todos los

profesores de la Cátedra, él nos dejaba guiones de cada lección, esos cuadernos de
anillas de los que ya he hablado. Allí se desmenuzaban los distintos epígrafes

incluyendo detalles de cada apartado, ejemplos, diapositivas con la referencia exacta y
la bibliografía, precisando hasta la página del libro o separata de la revista de donde

habían sido tomadas. No obstante, aquella preparación tan minuciosa no mermaba la
frescura y amenidad de sus clases.

        Una de sus grandes obsesiones era elevar el nivel tecnológico de nuestro país. Y
ello sólo podía lograrse formando buenos técnicos en todos los ámbitos. Era un hombre

que creía en la ciencia como fundamento de la tecnología y en esta última, como motor
del progreso económico y social. Pero no sólo había que creer en la ciencia y tecnología

de los demás, de los países ricos de gran potencial industrial, que en eso no es muy
difícil creer. Mucho más difícil es estar convencido de que nosotros podemos aspirar a

crear nuestra propia riqueza, al menos en parte, con nuestra propia aportación científica
y tecnológica.

        Como hombre de acción, no se conformó nunca con permanecer en el mundo de
las ideas y las hizo bajar al suelo. En un principio no podía aspirar a transformar toda la

ciencia y la tecnología del país. Por ello, eligió una parcela que pensó debía ser
potenciada y que sería adecuada para poner en práctica sus ideas. Don Eduardo Primo

había nacido y había vivido en un entorno eminentemente agrícola. Su padre era
maestro en Carlet, pueblo fruticultor de la Huerta de Valencia. Estudió la Licenciatura

de Ciencias Químicas en la Facultad de Ciencias de Valencia y ya su tesis doctoral fue
la aplicación de la Química al aislamiento y caracterización de unos componentes de las

plantas de gran interés farmacológico: los glucósidos cardiotónicos de la digital. En
aquel momento, la Química y la Bioquímica de las plantas era un campo muy poco

explorado y por lo tanto lleno de posibilidades para la investigación. Parecía obvio que
el futuro tecnológico de nuestra tierra debía descansar, en gran parte, en algo que era

una fuente tan importante de riqueza para nosotros: la agricultura.
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