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Burjasot, que había sido habilitada para alojarnos provisionalmente (con una
provisionalidad de 7 años), estábamos quienes nos habíamos embarcado en la aventura
de unos estudios -los correspondientes a la carrera de ingeniero agrónomo- que se
implantaban por primera vez en provincias. Madrid, por aquel entonces, concentraba la
práctica totalidad de las carreras técnicas superiores de España y no era fácil arrancar
concesiones en aquella tendencia centrípeta tan acentuada. Pero allí estábamos gracias a
la iniciativa de dos hombres: don Eusebio González-Sicilia y don Eduardo Primo,
primer director y jefe de estudios, respectivamente, de la nueva Escuela Técnica
Superior de Ingenieros Agrónomos. Don Eusebio era, a la sazón, director de la Estación
Naranjera y don Eduardo, director del entonces Departamento de Química Vegetal del
CSIC, que más tarde se convertiría en el Instituto de Agroquímica y Tecnología de
Alimentos.
Mientras esperábamos el comienzo de aquella apertura de curso, me asaltaron
una serie de sensaciones y pensamientos negativos. Acostumbrado a la solemnidad y el
empaque del paraninfo de la Universidad en la calle de la Nave o del Salón de Actos de
la Facultad de Ciencias, no esperaba que pudieran producirse muchos milagros en un
aula donde apenas cabían setenta personas, desnuda de tradición y falta de todo aquello
que pudiera recordar al aura universitaria.
De pronto, delante de nosotros, se presentó, dispuesto a dar la conferencia
inaugural, un hombre menudo de unos 40 años. Llevaba un cuaderno-archivador de
tapas negras tamaño cuartilla con anillas que ya no le abandonaría jamás en sus clases
(tenía uno para cada asignatura; eran los guiones del programa). Llevaba también un
bigote característico de la época y tenía una calva más que incipiente. La primera
impresión, desde luego, no era como para cambiar de opinión sobre lo que podría dar de
sí todo aquello. Por fortuna para todos se trataba de don Eduardo Primo, un hombre tan
rebosante de Universidad que iba a llenar de ella no sólo aquel aula, sino toda la escuela
y cualquier lugar donde él estuviera.
Recuerdo que hizo una introducción muy breve y profunda acerca de la ciencia y
la tecnología como motores de la sociedad. Después nos hizo una pequeña arenga en la
que resaltó la importancia de aquel momento y de la tarea que teníamos por delante, así
como el esfuerzo que tendríamos que realizar. Entonces, movido por la transcendencia
del acto y coherente con sus convicciones religiosas y las de la mayor parte de la
audiencia, nos invitó a rezar una oración, el Padre Nuestro, para que Dios nos ayudara
en aquella andadura. Y sin más preámbulos, y, por supuesto, sin dejar la primera clase
para el día siguiente, como todos esperábamos, dio la primera lección del programa: la
estructura del átomo.
De esta manera se metió en mi vida don Eduardo Primo. Desde entonces, tuve el
privilegio de tenerlo siempre cerca. Primero, como profesor de Química Orgánica,
Bioquímica, Análisis Agrícola, Química Agrícola y Bromatología. Después, como
Director de la Cátedra en donde me formé como profesor de Bioquímica en la ETSIA;
también, como Director del Instituto de Agroquímica y Tecnología de Alimentos, donde
guió mis primeros pasos como investigador con la ayuda inestimable de mi amigo el Dr.
Pacual Cuñat, que luego sería, también director del IATA a quien quiero también rendir
homenaje desde estas líneas. Posteriormente, como compañero de cátedra en el
Departamento de Biotecnología de la Universidad Politécnica de Valencia hasta hace
algo más de un año que fue arrancado de su trabajo por la enfermedad.
Han sido más de cuarenta años aprendiendo junto a un hombre honesto y
generoso, inteligente, culto, claro, preciso en la exposición de sus ideas, imaginativo,
enérgico (con un genio, por aquellos días, de mil demonios) y, a la vez, sensible, de
humor socarrón, el propio de la gente sencilla, extraordinaria capacidad de trabajo,