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El Currículum vitae del Profesor Primo Yúfera, que fue Académico de Honor de
la Real Academia Nacional de Farmacia, es de sobra conocido y de fácil acceso. Por

esta razón, en mi intervención de hoy he preferido ceñirme a sus contribuciones a la
I+D+i desde una óptica personal, perspectiva que ha ido dibujando en mi cabeza un

retrato de Don Eduardo que hoy quisiera compartir con ustedes.
        Conocí al Profesor Primo Yúfera, a Don Eduardo, siendo yo un adolescente,

como consecuencia del traslado de mi familia a una vivienda sita en el número 9 de la
calle Jaume Roig de Valencia. Se trataba de un edificio denominado, coloquialmente, la

finca de los químicos, en cuya fachada permanece anclada una escultura de su Patrón,
San Alberto Magno. No podía imaginar que Eduardo Primo, aquel químico que había

cumplido la cuarentena y que era padre de mis amigos de escalera, Eduardo y Jaime,
acompañaría, de una manera u otra toda mi vida profesional. De hecho, Primo Yúfera

ocupa un lugar entre el puñado de profesores que han influido más en mi quehacer: José
Beltrán Martínez, Catedrático de Química Inorgánica de la Universidad de Valencia,

Gary A. Strobel, profesor de la Montana State University y los profesores Heinz Saedler
y Hans Sommer del Max-Planck-Institut für Züchtungsforschung en Colonia.

        Mis recuerdos sobre Primo Yúfera arrancan de aquella época. Por aquel
entonces los bachilleres teníamos que superar las pruebas que se conocían como

reválidas y que tenían lugar en los institutos de enseñanza media. Quizás influido por la
seriedad de Don Pío Beltrán Villagrasa y por la dignidad de su profesión de catedrático

de instituto, yo me vestía para aquellas pruebas de manera especial, como se hace para
las ocasiones importantes. Recuerdo aquella mirada de Primo, incisiva y amable las más

de las veces, mientras me preguntaba, no sin cierta guasa, dónde vas hoy “Petronio”, al
verme vestido así en un día laborable; y recuerdo también su gesto de aprobación al

conocer que era debido a la realización de un examen.
        Supe que Primo Yúfera trabajaba sobre la química relacionada con los productos

naturales en los sótanos de la Facultad de Ciencias, donde entonces se cursaban los
estudios de Ciencias Químicas, y pronto escuché hablar del Consejo Superior de

Investigaciones Científicas, Institución sita en Madrid a la que él pertenecía. De hecho
fue el CSIC el que acabó con el solar de nuestros juegos de adolescentes, anejo a la

finca de los químicos, para construir la que sería durante décadas la única sede física de
la que dicha institución dispuso en Valencia: El Instituto de Agroquímica y Tecnología

de Alimentos, coloquialmente el IATA, que se inauguró en 1966. Para comprender la
trascendencia que tuvo para Valencia la creación del IATA basta recordar que, en el

momento de su creación, sólo era posible desarrollar una Tesis doctoral en los campos
de la Química o de la Biología en un puñado de Departamentos universitarios, en

general mal dotados y equipados, y tan solo en dos centros de investigación, el
incipiente Instituto de Investigaciones Citológicas financiado por la caja de Ahorros de

Valencia, dirigido por el profesor Jerónimo Forteza y dedicado a la investigación
biomédica y, en segundo lugar, en el IATA. En pocas ocasiones, al hablar de

“fundación” se unen tan íntimamente el fundador y lo fundado. El IATA fue producto
en gran medida de la imaginación, concepción y consecución a nivel personal de los

recursos materiales necesarios de su fundador Primo Yúfera.
        Eduardo Primo fue discípulo del Premio Nobel de Medicina Tadeus Reichstein,

a quién solicitó asesoramiento para la puesta en marcha del IATA que tomó modelo del
Organisch-chemische Anstalt der Universität Basel. La puesta en marcha del IATA y su

concepción disciplinar, relacionando la Agroquímica y la Tecnología de los Alimentos
treinta años antes de que fuera moneda corriente, sin duda constituyó la contribución

más importante de Primo Yúfera al desarrollo de la I+D+i en el campo de la
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