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Román de Vicente Jordana, amigo

Juan Ramón Lacadena Calero
Académico de Número de la Real Academia Nacional de Farmacia

    Excelentísimo Sr. Presidente de la Real Academia Nacional de Farmacia; querida familia de Román: esposa, Consuelo;
hijos, Marta, Román, Juan, Cristina, Clara y Alicia; nietos, Pablo, Álvaro, Gonzalo, Rafa, Sofía, Marta y María; hermanas,
Magdalena (Manena), Tere y Merche; Excelentísimas Sras. Académicas; Excelentísimos Sres. Académicos; Señoras y
Señores:

    Cuando la Junta de Gobierno de la Real Academia Nacional de Farmacia me ofreció la posibilidad de actuar en esta
sesión necrológica en recuerdo y homenaje de nuestro compañero Román de Vicente Jordana, me sentí honrado y acepté
gustoso.

    En primer lugar, tengo que pedirle perdón a él porque no le he hecho caso en algo que le oí comentar en cierta ocasión:
que a su muerte no quería que la Academia le dedicara una sesión necrológica como la que en estos momentos vamos a
celebrar. Estoy seguro que hoy daría su brazo a torcer, aceptando con agrado este recuerdo que, en nombre de la institución,
le vamos a dedicar con todo cariño los académicos ponentes que intervendremos en este acto así como todos los presentes.

    Román nació en Zaragoza el 6 de septiembre de 1920. Era el mayor de ocho hermanos: Román, Jorge, Mariano,
Maribel, Pili, Magdalena (Manena), Tere y Merche. Todos ellos nacidos en Zaragoza, excepto Merche que nació en Madrid.

     A pesar de la diferencia de edad que había entre nosotros dos, Román era catorce años mayor que yo, acepté intervenir
en este acto como “amigo”, tal como dice el título de mi intervención: “Román de Vicente Jordana, amigo”. De hecho, él
me recordaba en ocasiones que hace muchos años se refería a mí como “el zagal” que era amigo de la adolescencia de su
hermana pequeña Merche. En efecto, durante las vacaciones de verano que ambas familias pasábamos en Jaca, mis
hermanas y yo íbamos a jugar por las tardes con mucha frecuencia al jardín de su casa –“Villa Parsifal”– situada al final del
paseo junto al rompeolas con su inconfundible olor a boj, hoy día convertida en urbanización. Tengo que decir que si él se
refería a mí como “el zagal”, sus hermanas –mis amigas– se referían a él como “el sabio”. Así lo consideraban en su casa.
Sin duda que su afán de saber estuvo acreditado por su doble titulación y doctorado en Farmacia y en Medicina. Incluso yo
me encontré con él en varias ocasiones en los pasillos de la Facultad de Biología porque asistía como oyente a las clases de
algunas asignaturas para ampliar sus conocimientos. ¿Quién nos iba a decir que cincuenta años más tarde coincidiríamos
como miembros de esta Real Academia Nacional de Farmacia? No obstante, no me corresponde a mí hablar en este acto de
su perfil científico y académico que expondrán, respectivamente, en este acto su compañero de área científica el Dr. Rafael
Sentandreu Ramón y el Dr. Bartolomé Ribas Ozonas, Académico Secretario de esta Academia. Solamente diré que desde
hace muchos años he conocido su teoría del “citoarjés” y el empeño con que Román la defendía. Sí me consta que, como no
podía ser de otra manera, su familia compartía con él la pasión y los avatares de la misma. Román era luchador como pocos.
Hasta el final de su vida mantuvo su actividad científica creadora. Su libro “Afanozoos en los arcanos del cáncer” publicado
en 2007 y otro libro, que terminó poco antes de morir, sobre el tema “oiko-dependientes en su función citoarjés y armónicos
en imagen”, que su familia se encargará de editar como un legado de su vida científica, son buena prueba de ello.

    Cuando en 1995 presenté mi candidatura para ocupar la Medalla número 1 de esta Real Academia Nacional de Farmacia
correspondiente a doctores en “ciencias afines” que había quedado vacante por fallecimiento del Profesor Alfredo Carrato
Ibáñez, otro ilustre zaragozano, Román vino a verme a mi despacho de la Facultad de Biología de la Universidad
Complutense para decirme que él no me votaría porque tenía comprometido su voto con otro candidato, pero que a la
siguiente oportunidad podría contar con él. Afortunadamente para mí, no fue necesario porque gané la votación. De
cualquier manera, eso se llama juego limpio y “nobleza baturra”, como decía el título de una conocida película española.
Así era Román.

    La última vez que vi a Román fue un mes antes de morir porque coincidimos en el Centro Ambulatorio de Salud de la
calle Quintana, a donde él había acudido por sus propios medios desde Pozuelo porque, me dijo, no quería perder su
autonomía. Aprovechamos el tiempo de espera en la consulta para hablar, una vez más, de la Academia y comentar sin
acritud lo sucedido durante los últimos años. Lo mismo que se habla de la “flema británica” se puede hablar de la “tozudez
aragonesa”. Román, como buen aragonés –y yo también lo soy– era tozudo y eso le llevaba a mantener sus convicciones
con firmeza. Para mí, como amigo, fue un consuelo comprobar que su familia decidió que en su esquela figurara como
Académico de esta Real Academia Nacional de Farmacia. También a vosotros, su familia, os estará regañando por vuestra
bendita desobediencia. En cualquier caso, teniendo en cuenta que Román había inculcado a sus hijos valores como son el
perdón y el no ser rencoroso y que él era de los que predicaba con el ejemplo, seguro que ya todos hemos sido perdonados

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