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J.
PUERTO
Don
Guillermo
era
un
hombre
enjuto,
no
demasiado
alto,
con
gafas,
grandes
y
sarmentosas
manos
y
un
carácter
nervioso
e
impaciente
que,
a
veces,
le
hacía
desbarrar
en
ataques
de
ira
de
intensidad
variable,
aunque
de
escaso
recorrido.
Jamás
hizo
de
sus
enfados
con
amigos,
colaboradores
o
alumnos
cuestión
de
rencor.
Estallaba
y
recobraba
la
calma
con
la
misma
facilidad
de
una
tormenta
veraniega.
Cuando
le
conocí
estaba
enferma
su
primera
mujer,
Carmina,
y
tras
su
muerte
se
casó
con
María
José
Rodríguez
Velasco,
su
actual
viuda.
No
tuvo
descendencia.
A
Folch
Jou
le
gustaba
y
disfrutaba
de
la
vida.
Era
aficionado
a
la
comida
buena
aunque
su
austeridad
vital
le
impedía
la
glotonería.
Bebía
moderadamente
pero
no
perdonaba
su
güisqui
con
almendras
saladas
de
la
tarde
y
fumaba
de
manera
absolutamente
inmoderada,
más
aún
que
quien
esto
escribe,
todo
lo
que
cayera
en
sus
manos
y
pudiera
ser
convertido
en
humo,
aunque
siempre
tabaco:
pitillos,
puros
o
pipa.
Le
gustaban
y
podía
permitirse
los
coches
buenos
y
rápidos
–aunque
se
creía
mejor
conductor
de
lo
que
era--
los
barcos
grandes,
desde
donde
pescaba
y
se
relajaba
todos
los
veranos
en
Marbella
primero
y
en
Jávea
después
y
los
perros
pequeños.
Le
entretenía
(poco)
el
golf
y
mucho
la
pintura
(45),
la
literatura
y,
sobre
todo,
la
fotografía.
Según
pude
deducir,
las
relaciones
con
su
padre
no
fueron
excesivamente
templadas,
lo
cual,
probablemente
le
impulsó
a
demostrar
y
demostrarse
su
valía,
no
sólo
en
el
ámbito
académico,
también
en
el
administrativo
y
empresarial.
Al
final
no
sólo
le
hizo
un
gran
homenaje
con
exposición
de
la
totalidad
de
su
obra
escrita,
en
el
cual
colaboré
muy
activamente,
sino
que
instauró
la
medalla
Rafael
Folch,
para
premiar
a
los
historiadores
de
la
Farmacia
destacados
y,
como
he
señalado
la
Fundación
Rafael
Folch.
La
reconciliación
con
su
figura
fue
total
y
hermosísima.
Cuando
yo
le
conocí
había
menguado
mucho
su
actividad
empresarial,
que
cesó
al
poco
tiempo,
y
tenía
una
dedicación
exhaustiva
al
Museo
y
a
la
investigación
histórica.
En
el
Departamento
había
establecido
la
costumbre
del
café
diario,
en
donde
se
hablaba
de
todo,
también
de
Historia
y
tenía
una
especial
devoción
a
su
Museo,
a
su
Real
Academia
y
a
un
grupo
de
amigos
reunidos
en
la
llamada
peña
de
los
veinte,
que
todavía
seguimos
reuniéndonos
(yo
entré
mucho
después
de
su
fallecimiento).
Se
presentaba
ante
los
demás
–si
tenían
el
suficiente
grado
de
intimidad--
como
un
luchador
y
un
hombre
hecho
a
sí
mismo.
De
manera
vaga,
entreví
que
lo
pasó
muy
mal
durante
la
Guerra
Civil,
estuvo
a
punto
de
morir
por
una
disentería
sangrante
y
algo
debió
ayudarle
–como
a
tantos
otros--
la
CNT
a
quien
siempre
le
guardó
profundo
afecto.
En
algún
momento
se
declaró
anarquista
ante
la
estupefacción
y
el
jolgorio
–porqué
no
escribirlo--
de
los
alumnos
que
no
podían
entrever
en
un
hombre
escrupulosamente
bien
vestido,
con
un
traje
y
una
corbata
diferente
cada
día,
a
uno
de
los
anarquistas
perseguidos
por
el
Régimen.
Sin
embargo
algo
de
libérrimo
había
en
ese
hombre
capaz
de
la
tolerancia
durante
el
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