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Jesús Larralde, hombre de fe

                               José Manuel Giménez Amaya

                                  Catedrático de Anatomía y Embriología y Doctor en Filosofía, Profesor Ordinario de
                                  Ciencia, Razón y Fe de la Universidad de Navarra, Académico Correspondiente de
                                  la Real Academia Nacional de Farmacia y de la Real Academia Nacional de
                                  Medicina

    Excelentísimos e ilustrísimos Académicos, amigos todos.

    Quiero agradecer, de una manera especial, al Académico de la Real Academia Nacional de Farmacia, el Excmo. Sr. D.
Antonio Monge, su interés e insistencia para que interviniese en este solemne Acto Académico en honor del profesor Jesús
Larralde, que hoy celebramos en la sede de nuestra Academia. Siempre he considerado esta Real Academia mi casa
científica: un lugar entrañable donde he aprendido y sigo aprendiendo tantas cosas. Y donde rezo, algo sustancial a las
palabras que les estoy dirigiendo ahora y que mi propio porte hace pensar, porque suele ser frecuente que, desde mi
ordenación sacerdotal en mayo de 2011, celebre anualmente el funeral por aquellos compañeros que nos han dejado. Es un
honor por el que estoy profundamente agradecido a esta Institución. Si el cielo es, como creo, «la otra cara del mundo», los
que nos han precedido no están lejos de nuestra vida, allá arriba donde brillan las estrellas, sino, más bien, muy próximos a
nosotros; nos acompañan mucho más cerca de lo que habitualmente podemos pensar; están a nuestro lado y nos siguen
queriendo y ayudando; de una manera misteriosa, pero real. Vayan también estas palabras pensando en nuestro queridísimo
compañero Jesús Larralde.

    Agradezco también a los compañeros que me han precedido en el uso de la palabra en este Acto, porque ya han hecho,
con maestría, una «radiografía» humana y profesional muy entrañable y acertada de D. Jesús. Algo que me permite a mí
ahora introducir, modestamente, algunas consideraciones breves sobre la actitud religiosa del Dr. Larralde. Intentaré
explicar, en los próximos minutos, por qué lo ya dicho sobre él, en el fondo, habla mucho de lo que yo tengo que exponer
ahora.

    Sin embargo, pienso que es honesto por mi parte señalar de antemano que no soy discípulo de Jesús Larralde, y el
conocimiento que tengo de su persona ha sido con ocasión de algún encuentro breve en Madrid hace ya muchos años, y,
más recientemente, en la Universidad de Navarra, dentro de la cordialidad que acompaña a las vivencias comunes de los
colegas en el claustro universitario. También a través de mi maestro el profesor Fernando Reinoso, que trató al profesor
Larralde en los años en que coincidieron en la Universidad de Navarra. Las palabras de D. Fernando siempre las recuerdo
elogiosas y con gran afecto hacia D. Jesús: un gran universitario navarro -decía de él-, muy cariñoso e inteligente, concluía.

    Disculpen, por lo tanto, muchos de Ustedes que lo conocieron y trataron con profundidad, la insuficiencia de mis ideas,
y que no vayan acompañadas de reflexiones de mucho más calado sobre esta gran persona. Ruego ahora, por tanto, fijen la
mirada, otra vez, en lo ya dicho en este foro por aquellos que sí tienen competencia para acercarnos su figura con mayor
realidad.

    Como ven empieza a tener cierta lógica que me apoye en lo ya dicho; es como si mis palabras se enmarcasen,
tímidamente, sobre una proyección vital que hemos escuchado ya y que contiene sustancialmente la respuesta a la pregunta
decisiva de esta intervención: ¿por qué podemos decir que Jesús Larralde era un hombre de fe?

    La respuesta es directa e inmediata. Porque era un hombre que vivió y murió de acuerdo consigo mismo que es el
secreto de la armonía de espíritu y la base del conocimiento (Séneca); porque miraba más allá de su propio yo, porque era
consciente de tener un don, algo que no le venía dado por él mismo. Pero todo esto lo vivenció D. Jesús en su existencia
humana normal, diaria; su propia vida familiar y universitaria fue el mejor vehículo para la trasmisión de su profunda fe
religiosa.

    Para ilustrar esta relación entre fe y vida y señalar lo que pienso fueron sus características fundamentales en Jesús
Larralde, permítanme relatarles ahora tres momentos en los que tuve el privilegio de tratarle personalmente.

    El primero fue a finales de los años 80 del siglo pasado. Yo era un joven e inexperto profesor Titular de Anatomía de la
Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Madrid, que acababa de regresar de los Estados Unidos, donde había
hecho una larga estancia en el Masachussets Institute of Technology estudiando las conexiones nerviosas de estructuras
encefálicas relacionadas con la enfermedad de Parkinson y con otros trastornos del movimiento. Coincidimos D. Jesús y yo
en Madrid, en una residencia donde él se alojaba cuando viajaba a la capital. Me impresionó su trato cordial y alegre,
respetuoso y cercano, con alguien mucho más joven que él. Siempre le vi alegre y desprendido de sí mismo. Recordemos
esto: alegría y desprendimiento de uno mismo.

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