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J.M.
Ribera
Casado
dependiendo
de
factores
que
van
desde
la
carga
genética
con
la
que
hemos
aterrizado
en
este
mundo
hasta
el
tipo
de
vida
que
lleva
o
ha
llevado
cada
uno
de
nosotros.
Son
pérdidas
que
nos
convierten
de
manera
progresiva
en
sujetos
mucho
más
vulnerables.
Facilitan
la
posibilidad
de
claudicar
en
forma
de
enfermedad
o
de
limitación
funcional.
Empeoran
los
pronósticos
y
las
posibilidades
de
superar
con
éxito
las
enfermedades
agudas.
Dan
pié
a
un
aumento
en
los
procesos
crónicos
de
los
que
surgen
situaciones
de
dependencia.
También
a
muertes
prematuras
ante
provocaciones
cada
vez
menos
intensas.
Unas
pérdidas
que
no
son
sólo
físicas.
Tienen
su
correlato
en
la
esfera
psicológica
y
del
comportamiento.
Se
traducen
en
un
enlentecimiento
generalizado
físico,
del
pensamiento
y
del
ánimo.
Afectan
a
la
esfera
social,
a
nuestra
situación
en
el
entorno
en
el
que
nos
movemos.
Sin
embargo,
son
pérdidas
modulables
por
diferentes
vías
y
que,
especialmente
en
lo
que
respecta
a
estos
últimos
apartados,
admiten
numerosos
factores
correctores
más
o
menos
eficaces.
La
pregunta
clave
en
relación
con
el
tema
es
si
esta
realidad
que
asocia
pérdidas
y
envejecimiento
puede
resultar
por
sí
misma
lesiva
para
nuestra
dignidad
a
ojos
propios
o
ajenos.
Si
representa
que
nos
convertimos
en
menos
dignos
ante
los
demás
o
ante
nosotros
mismos.
La
respuesta
teórica
y
contundente
es
no.
No
tiene
por
qué
ser
así.
La
dignidad
no
es
un
valor
intercambiable
con
la
belleza,
con
una
capacidad
funcional
óptima,
con
la
salud
o
con
cualquier
otro
parámetro
positivo
vinculado
a
la
juventud.
Podemos
encontrar
dignidad
ante
adversidades
de
cualquier
naturaleza,
incluidas
las
económicas
o
las
situaciones
de
terminalidad.
Por
qué
vamos
a
cuestionar
su
existencia
en
función
de
las
pérdidas
derivadas
de
haber
alcanzado
una
edad
a
la
que,
por
otra
parte,
todos
aspiramos
y
que,
en
ningún
caso,
debe
modificar
los
condicionantes
más
íntimos
de
la
persona.
Las
posibles
indignidades
vendrían
por
otros
caminos.
Por
vías,
comportamientos
y
actitudes
que
no
están
marcadas
por
la
edad
y
que
pueden
encontrarse
en
cualquier
individuo,
joven
o
no.
Sin
embargo,
según
envejecemos
es
frecuente
dejarse
ir,
renunciar
a
la
exigencia
de
mantenerse
digno
en
cualquier
momento
y
circunstancia.
Se
trata
de
una
tendencia
social,
vivida
también
en
el
mundo
sanitario
y
que
puede
arrastrar
al
propio
individuo.
Una
geriatra
escocesa
muy
conocida
afirma
que
la
entrada
en
la
categoría
de
paciente
geriátrico
viene
dada
por
el
“momento
en
el
que
el
médico
pierde
interés
por
el
estado
de
salud
de
su
paciente”.
En
el
nacimiento
de
la
especialidad
de
Geriatría
subyacen
muchos
de
estos
conceptos.
Quienes
concibieron,
elaboraron
y
pusieron
en
práctica
los
principios
básicos
de
la
medicina
geriátrica
en
el
Reino
Unido
durante
los
años
40
y
50
del
siglo
pasado
lo
hicieron
como
una
forma
de
rebelión
contra
el
abandono
y
la
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