Page 203 - 80_02
P. 203
La
dignidad
de
la
persona
mayor
que,
más
o
menos
atemperado,
siempre
ha
sido
así.
Pero
hoy
somos
muchos,
más
que
en
ninguna
otra
época,
tanto
en
términos
absolutos
como
relativos.
Además,
duramos
una
barbaridad
como
nunca
antes
se
había
pensado
que
pudiera
ocurrir.
Hemos
aumentado
nuestra
esperanza
de
vida
de
tal
manera
que
en
estos
inicios
del
siglo
XXI
la
mayor
parte
de
la
población
en
los
países
desarrollados
vamos
a
pasar
entre
un
cuarto
y
un
tercio
de
nuestra
vida
en
calidad
de
jubilados,
lo
que
traducido
a
efectos
administrativos
equivale
a
ser
oficialmente
viejos.
Un
reciente
artículo
de
la
revista
Lancet
(4)
afirmaba
que
los
nacidos
en
estos
primeros
años
del
siglo
XXI
en
países
desarrollados
tienen
grandes
posibilidades
de
llegar
a
centenarios.
Constituimos
lo
que
algún
profesor
de
sociología
(David
Reher)
ha
calificado
como
“un
maremoto”
del
que,
además,
la
sociedad
en
su
conjunto
apenas
si
ha
tomado
conciencia
Un
maremoto
cuyas
consecuencias
alcanzan
a
todas
las
esferas
de
la
vida.
Comprometen
a
los
sistemas
sanitarios,
a
la
economía,
al
mundo
laboral,
o
a
las
formas
de
organización
social
y
de
convivencia,
y
lo
hacen
con
unas
repercusiones
enormes
que
no
escapan
a
ningún
observador.
Lo
que
parece
menos
comprensible
es
que
este
fenómeno
que
debiera
ser
un
motivo
de
satisfacción
individual
y
colectiva
se
traduzca
para
muchos
en
una
especia
de
carga
negativa
y
de
invitación
al
pesimismo.
Siguiendo
con
Bobbio,
siempre
dispuesto
a
asumir
los
aspectos
más
negros
de
la
vejez,
cabría
considerar
que
los
avances
de
la
medicina
a
menudo
“no
tanto
te
hacen
vivir
cuanto
te
impiden
morir”.
En
su
caso
esto
se
manifiesta
a
través
de
lo
que
él
llama
“una
vejez
melancólica,
entendiendo
la
melancolía
como
la
consciencia
de
lo
no
alcanzado
y
de
lo
que
ya
no
es
alcanzable”.
1.
UN
FACTOR
DE
RIESGO
NO
DISCUTIBLE:
LAS
PÉRDIDAS
ASOCIADAS
AL
HECHO
DE
ENVEJECER
Una
definición
de
envejecimiento
bastante
ajustada
a
la
realidad
científica
es
la
que
toma
como
base
referencial
las
pérdidas
en
nuestros
mecanismos
de
reserva
y,
ligado
a
ellas,
el
incremento
progresivo
de
la
vulnerabilidad
y
de
la
consiguiente
claudicación
ante
cualquier
tipo
de
agresión
externa.
Es
cierto
que
nacemos
con
un
margen
de
reserva
enorme
en
todos
nuestros
órganos
y
sistemas.
Son
reservas
funcionales
que
vamos
perdiendo
–o
consumiendo--
a
lo
largo
de
la
vida.
Pérdidas
universales
que
desde
el
punto
de
vista
orgánico
afectan
a
todos
y
cada
uno
de
nuestros
aparatos.
Al
músculo,
al
hueso,
a
las
articulaciones,
a
los
sistemas
cardiocirculatorio,
digestivo,
respiratorio,
nervioso,
endocrino,
nefrourológico,
inmunológico
o
sexual.
A
los
sistemas
de
regulación
de
la
homeostasis.
A
la
piel,
a
la
boca
y
a
los
órganos
de
los
sentidos.
Nada
ni
nadie
escapa
a
ello,
aunque
la
realidad
nos
muestra
que
la
cadencia
con
la
que
estas
pérdidas
se
van
manifestando
varía
enormemente
de
unos
individuos
a
otros.
Más
aún,
que
incluso
existe
también
una
gran
variabilidad
dentro
de
la
propia
persona,
435