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VOL. 75 (1), 115-124, 2009 NECROLÓGICA DON GREGORIO VARELA MOSQUERA
3º La transmisión del mensaje.
Los antropoides primitivos apenas se comunicaban, solo transmi-
tían avisos de amenazas pues carecieron durante millones de años de
memoria, que lenta, muy lentamente se fue desarrollando. La memo-
ria incipiente proporcionó códigos de señales, gestos y sonidos arti-
culados que permitieron comunicar a otros congéneres información,
ideas y hasta sentimientos. Este hecho hizo que las plantas, los ani-
males y las cosas tuvieran realidad, porque tenían nombre.
Los mensajes se solificaron en la piedra o en el barro cocido median-
te ideogramas, símbolos visuales que posteriormente pasaron a símbo-
los fonéticos, a fonemas, con la escritura sobre soportes de pergamino,
papiro o papel que fijaron la palabra, a la que la imprenta hizo perdu-
rable y que la radio y la televisión globalizaron apoyados por la moder-
na tecnología informática. Refiriéndose a la escritura, que se debe ex-
tender a todos los medios, Platón exclamaba “¡Apariencia de sabiduría
y no sabiduría procuras a tus discípulos, que habiendo oído hablar de
muchas cosas sin instrucción, darán la impresión de conocer muchas
cosas, a pesar de ser en su mayoría unos perfectos ignorantes...!”
La transcriptación de los sonidos emitidos por la garganta en un có-
digo, es decir, en palabras, es un logro de la humanidad que forma el
mensaje, símbolo fonético, que encierra el significado de lo que la pa-
labra pretende transmitir. El ideal de la palabra es que defina comple-
ta y exactamente la realidad. No estoy de acuerdo con Borges cuando
quería que en las letras de la palabra rosa estuviera la rosa misma, pues
ello significaría magia. Sí asumo estos versos de Juan Ramón Jiménez
que reproduzco aquí conservando su peculiar ortografía:
¡Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas!
Que mi palabra sea la cosa misma, creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos los que no las conocen a las cosas;
que por mí vayan todos los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos los mismos que las aman, a las cosas...
¡Intelijencia, dame el nombre exacto, y tuyo, y suyo, y mío, de las co-
sas!».
Al Prof. Varela su inteligencia, ahora con la letra “g”, le había
otorgado el don de dar el nombre exacto a lo que quería decir, de
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