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VOL. 72 (1), 171-177, 2006 NECROLÓGICA DON ANTONIO PORTOLÉS ALONSO
cara el alejamiento momentáneo de la familia que ya había comen-
zado a formar con su mujer, nuestra M.ª Teresa.
De su estancia en Inglaterra se trajo en la mochila de antiguo
esquiador y montañero (deportes que practicó con éxito y entusias-
mo), un artilugio en piezas pequeñas que, una vez ensambladas,
habrían de convertirse, para tortura de algunos de nosotros, en el
primer quimiostato que funcionaría en España. Con el nunca bien
ponderado Cultivo Continuo sufrimos y disfrutamos pero, particu-
larmente, nos curtimos en los sinsabores y en las alegrías de trabajar
con microorganismos. Con estos mimbres afrontó Antonio el desafío
que significaba entonces trabajar en ciencia en España y publicar los
resultados en el extranjero. Por aquel tiempo, los logros científicos
de Antonio comenzaban a brillar con luz propia y por ello atrajo a
su laboratorio a muchos jóvenes que, como es mi caso, percibíamos
que se trataba de un profesional preparado y, algo muy importante,
de una persona generosa para compartir con sus discípulos sus
muchos conocimientos. Además del que os habla, acudirían a su
grupo jóvenes investigadores que hoy son grandes científicos, como
atestiguan los ejemplos de los Profesores de Investigación Ernesto
García y Manolo Espinosa. Luego se unirían al grupo el Profesor
Victoriano Campos, hoy Catedrático de la Universidad de Valparaí-
so (Chile) y el Doctor J. M. Rojo, ambos Académicos de esta Ins-
titución, las Doctoras Isabel Barasoaín y Concha Ronda, el Doctor
Nazario Rubio, hoy investigador del Instituto de Neurología Ramón
y Cajal del CSIC, y un larguísimo etcétera de doctores formados en
su laboratorio como ejemplarizan grandes profesionales como Pu-
rificación Fernández, Ramón Corripio, Tere Iriarte, Paco Ramos,
M.ª Ronda, y así, para no hacer tedioso mi parlamento, hasta un
total de más de cuarenta doctores formados en su laboratorio, siem-
pre estrecho en dimensiones, pero inconmensurable en afectos.
Estos afectos no eran simple retórica, ya que se materializaban
en hechos que sólo la necedad podría considerar menores. Así, cuan-
do después de arduos esfuerzos podíamos, finalmente, acariciar ese
ejemplar de la Memoria de Tesis, que encerraba el germen de nues-
tra futura carrera científica, aprendíamos, asimismo, que nuestro
trabajo había sido posible gracias al esfuerzo de compañeras casi
anónimas a la hora de los halagos. Por eso, contraíamos desde en-
tonces una permanente deuda de gratitud hacia dos queridas ami-
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