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MANUEL DOMÍNGUEZ CARMONA AN. R. ACAD. NAC. FARM.
los suyos perfectamente acabados sin dejar ningún cabo suelto; sus
esquemas, que convertía en transparencias, eran un prodigio de
concisión sin que quedaran fuera de los mismos aspectos esenciales.
Un auténtico docente. Durante las respectivas clases repasábamos en
el aula el siguiente tema, pero a menudo mi atención se polarizaba
en las cosas tan interesantes que estaba exponiendo Segundo. Pero
mi recuerdo más vivo de aquella convivencia eran nuestras conver-
saciones entre clase y clase y sobre todo en el foro de intercambio
de ideas que manteníamos en la furgoneta que nos trasladaba a un
grupo de profesores desde nuestro hotel en el Puerto del Carmen a
los Centros Universitarios de Arrecife. En esa labor docente del Pro-
fesor Jiménez debo recordar los numerosos cursos diseñados y diri-
gidos en esta Real Academia por él y los muchos en los que parti-
cipó. Segundo justificó la máxima de Séneca de que «enseñando se
aprende». Sus clases teóricas y sus conferencias, que pude aquí es-
cuchar, estaban llenas de contenido, preparadas concienzuda y mi-
nuciosamente y basadas en su experiencia y en su bagaje bibliográ-
fico más reciente, eran expuestas de forma clara y sencilla; eran
siempre auténticas lecciones magistrales que captaban enseguida el
interés de todos sus oyentes, transmitiendo sus ideas, perspectivas e
ilusiones.
La docencia es una cadena en la que cada eslabón recoge la
sabiduría de sus maestros y a su vez la entrega a sus discípulos,
como refleja la bella estatua de la Ciudad Universitaria de Madrid.
El eslabón de maestro de Segundo estaba fervorosamente ocupado
por nuestro recordado compañero de Academia, el Profesor Vián
Ortuño, a quien siempre mostró gratitud y admiración. No se puede
decir del Profesor Jiménez, parafraseando la conocida frase referida
al Cid: «!Qué buen vasallo si hobiera buen señor!» Porque Don Se-
gundo Jiménez fue muy buen discípulo y se honraba en ello. Hay
que aprender a ser discípulo para ser maestro, y el Doctor Jiménez
fue un gran maestro porque fue un magnífico discípulo. En el cariño
y la gratitud debida al maestro Segundo también cumplió. La defe-
rencia, el respeto, las atenciones que Segundo prodigaba a Ángel
Vián eran continuas y emocionantes; las visitas que frecuentemente
le hacía durante su enfermedad, las cuales le fueron a Ángel Vián
muy consoladoras y le sirvieron de viático espiritual que, estoy
seguro, ya le ha agradecido. En el eslabón siguiente en esa imagina-
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