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A.
Moya
intelectivas,
lo
que
tampoco
quiere
decir
que
tal
despliegue
haya
sido
siempre
inteligente
a
tenor
de
algunos
de
los
efectos
negativos
provocados.
Son
paradojas,
diría
que
inevitables,
del
progreso,
pero
en
modo
alguno
hay
que
tomarlos
como
el
criterio
para
renegar
de
la
tecnociencia.
No
existe
una
Arcadia
feliz
adonde
regresar,
porque
si
lo
hiciéramos
sería
con
nuestra
natural
tendencia
a
intervenirla.
Sólo
normas
de
orden
superior,
que
prohibieran
el
quehacer
tecnocientífico
en
base
a
su
supuesta
negatividad,
podrían
impedir
tal
tendencia.
De
una
manera
u
otra
se
precipita
la
necesidad
de
establecer
un
mayor
control
inteligente
del
planeta,
y
lo
que
ello
comporta
en
todos
los
planos,
desde
la
ciencia
estrictamente,
hasta
la
organización
de
la
sociedad
y
la
acción
política.
Desde
la
óptica
de
la
ciencia,
la
mejor
tesis
para
obviar
los
efectos
negativos
de
intervencionismos
defectuosos,
por
falta
de
racionalidad
y
con
unas
bases
éticas
más
que
dudosas,
es
continuar
en
la
dinámica
de
una
ciencia
prometeica,
una
ciencia
creativa,
de
fundamentos,
que
haga
caso
omiso
a
las
demandas
de
la
ciencia
fáustica
de
las
aplicaciones
inmediatas,
una
ciencia
que
siga
su
actividad
académica
e
institucional,
nutriéndose
con
los
recursos
otorgados
por
los
poderes
públicos.
Al
decir
de
algunos,
los
avances
de
la
ciencia
son
tales
que
ya
conocemos
suficientes
leyes
fundamentales
de
la
naturaleza
como
para
iniciar
la
oleada
de
intervenciones
fáusticas.
Pero
hay
que
tener
precaución
frente
a
tales
declaraciones
que
pueden
obedecer,
también,
a
intereses
de
corporaciones,
públicas
y
privadas,
que
intentan
poner
en
marcha
determinados
programas
intervencionistas
sobre
bases
dudosamente
prometeicas
y
bajo
un
insuficiente
estado
del
conocimiento
científico
correspondiente.
Seguimos
necesitando
ciencia
creativa,
fundacional,
no
porque
ésta
sea
una
aspiración
nostálgica
de
la
ciencia
de
los
tiempos
de
Galileo
y
Bacon,
sino
simplemente
porque
nuestro
conocimiento
de
las
leyes
de
la
naturaleza
sigue
siendo
insuficiente
(4).
La
ciencia
moderna
tiene
más
de
trescientos
años.
Pero
su
desarrollo
ha
sido
muy
desigual.
Examinemos
el
ejemplo
de
Europa.
Solo
tenemos
que
visitar
la
Royal
Society
del
Reino
Unido
o
algunas
ciudades
universitarias
en
ese
país
o
Alemania
para
apreciar
rápidamente
la
diferente
percepción
que
sobre
la
ciencia
se
tiene
en
países
de
nuestro
entorno
con
respecto
al
nuestro.
La
política
científica
en
España
ha
dado
pasos
importantes
en
poco
más
de
treinta
años.
Tal
que
si
habláramos
del
vino
madurado
en
barrica,
donde
no
es
lo
mismo
un
año
que
diez,
tampoco
lo
son
treinta
que
trescientos
de
quehacer
científicos.
Todavía
nos
resta
un
camino
importante
por
recorrer,
aunque
tengamos
que
imprimir
aceleración
para
no
perder
el
tren
del
crecimiento
económico
basado
en
el
conocimiento.
Un
camino
que
es
necesario
andar
para
que
la
sociedad
y,
por
tanto,
la
clase
política
que
de
ella
emana,
perciba
que
cuando
se
está
en
crisis
económica,
probablemente
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