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FRANCISCO JAVIER PUERTO SARMIENTO  AN. R. ACAD. NAC. FARM.

    En España, además, un proceso muy tardío e incompleto de in-
dustrialización hizo que quien estuviera interesado en la química, ape-
nas encontrase otra manera de ganarse la vida distinta al ejercicio
profesional farmacéutico (1).

    Si buscamos entre los principales químicos ilustrados españoles nos
encontramos con Pedro Gutiérrez Bueno, catedrático de Química del Real
Laboratorio de la Corte, introductor temprano de la nomenclatura de
Lavoisier y ejerciente de la farmacia en oficina (2). El traductor del trata-
do químico de Lavoisier, Juan Manuel Munárriz, fue capitán de Artillería
–otra de las maneras posibles del ejercicio de la química aplicada a la me-
talurgia o a la preparación de pólvora- y discípulo de Proust en Segovia
(3). El tercero sería el beliforano Domingo García Fernández (4), quien se
encargó de los asuntos de química en la Junta de Comercio, las reales ca-
sas de moneda y las reales fábricas de salitre. Sin ser farmacéutico, se le
permitió llevar la botica de la Reina Madre en la madrileña calle Mayor.

    La íntima conexión se observa en los primeros títulos, otorgados
a partir de las Ordenanzas de Farmacia de 1800. Los colegios de la
Facultad Reunida les concedían la consideración de Bachilleres en
Química. Tras unas prácticas en oficina de farmacia, la Junta Superior
Gubernativa de Farmacia les proporcionaba el grado de Licenciado
en Farmacia y, de nuevo en la Facultad Reunida, podían conseguir el
título de Doctores en Química (5).

    Incluso los primeros profesores de química en la facultad de cien-
cias, fueron en su mayoría farmacéuticos. Por eso la doble titulación
estuvo y sigue estando presente en muchísimos de nuestros más des-
tacados profesores.

LOS CAMINOS DE LA QUÍMICA

    Mucho antes del nacimiento de Don Antonio Doadrio, la química
estaba perfectamente estructurada y dividida.

    Lavoisier había reconocido una idéntica configuración química entre
los seres vivos y los inanimados, pero creía que en los primeros regían
unas especiales leyes vitales. Jöns Jacob Berzelius, en el prólogo de su
Tratado de Química, aceptaba su existencia, consideraba la enorme utili-
dad de su posible descubrimiento pero, ante la imposibilidad de llegar al

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